Mostrando entradas con la etiqueta mis batallitas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mis batallitas. Mostrar todas las entradas

miércoles, 8 de febrero de 2017

Tetraedrón

A mediados de los años 70 decidí escribir una grandiosa epopeya de ciencia-ficción en cinco volúmenes. En cada uno de los tomos de la pentalogía se encontraría uno de los cinco objetos que, ensamblados convenientemente, formarían el fabuloso Tetraedrón que daría nombre a la epopeya. 

Cuando llevaba escritas unas treinta páginas del primer tomo comprendí amargamente que escribir cinco volúmenes de aventuras espaciales superaba mis capacidades, así que algo deprimido (no mucho, la verdad) abandoné el proyecto. Años más tarde, a finales de los 90, decidí que, aunque no escribiera cinco tomos, no era cuestión de dejar a medias el relato (obsérvese el cambio de "epopeya" a "relato"), con lo que, reduciendo varios de los tomos a un par de páginas cada uno, terminé por escribir una novelita de 167 páginas.

A principios del siglo XXI me dí cuenta de que la teoría "científica" en la que se basaban los viajes espaciales en el relato estaba equivocada. Podía haber aprovechado para meter la novelita en el cubo de la basura de Windows, pero en vez de eso añadí un apéndice explicando donde estaba el error. Y ya puestos, añadí un segundo apéndice sobre el juego del Tonomi, al que la princesa del relato juega en un determinado momento.

En Noviembre de 2011 empecé a publicar este blog, y una de las cosas que hice fue publicar en él, a trozos, la dichosa novela. Honestamente no creo que nadie se haya animado a leer a lo largo de tres años las 66 entregas, y tampoco creo que nadie vaya a dedicarse a la engorrosa tarea de leerlas ahora extrayendo del blog las entregas de una en una. Así que, por si alguien se anima, las he puesto todas juntas y pueden verse haciendo clic AQUÍ o descargarse haciendo clic en TETRAEDRÓN.   


    

miércoles, 14 de diciembre de 2016

El parque cercado

Me estaba acercando al parque. Ya veía a lo lejos las puntas doradas de los barrotes de su vallado. Las puertas de hierro estaban abiertas, pero, para mi sorpresa, empezaron a cerrarse. Un coche llegó a toda velocidad, dispuesto a entrar, y se paró entre las puertas con el morro ya dentro. Las puertas dejaron de cerrarse y, tras un instante, comenzaron a retroceder hasta quedar de nuevo completamente abiertas. Comprendí que había una célula fotoeléctrica y que el coche había interceptado los rayos de luz emitidos desde el lado opuesto, activándose  el mecanismo que volvía a abrir las puertas.

Supuse que las puertas volverían a cerrarse poco después de que el coche entrase en el parque. Afortunadamente yo llevaba un globito de helio atado con un hilo larguísimo, así que, mientras me acercaba, fui soltando hilo hasta situarlo sobre ellas. Y, cuando comenzaron a cerrarse, conseguí, dando pequeños tirones del hilo, que el globo fuera bajando hasta situarse justo delante de la célula. Las puertas volvieron a abrirse y yo eché a correr para llegar antes de que se cerrasen. Pero no lo logré. Justo cuando llegué, las puertas terminaron de cerrarse, y me quedé fuera.

Entonces me desperté. Esta historia es tan tonta que solo podía ocurrir en un sueño. Sobre todo lo del globito.  

Yo creo que, en general, los sueños no son más que elaboraciones sin sentido de cosas vividas, temidas, deseadas o incluso que nos han pasado desapercibidas. Pero también creo que, a veces, los sueños expresan ideas que nuestro subconsciente trata de hacernos llegar. Y este sueño, me parece que es precisamente uno de ellos.

Existen muchos libros sobre interpretación de los sueños, y quizás en algunos casos sean razonables, pero a mí me parece que realmente el único que puede interpretar correctamente un sueño es quien lo ha soñado.   

En mi sueño, el elemento principal es el parque cerrado en el que quiero entrar. Puede tratarse de un sitio, un estatus, un grupo, una asociación... a la que quiero pertenecer o donde quiero entrar, a pesar de no cumplir los requisitos previos necesarios (por eso no tengo el mando a distancia). Por ejemplo podría tratarse de la élite de los artistas o de los sabios más  reconocidos, a la que me gustaría pertenecer a pesar de que mis dotes artísticas y científicas no son sobresalientes.

El coche no parece que tenga más significado que la utilidad de mostrarme que hay una forma de entrar aunque no se tenga el mando a distancia.

El globito es una herramienta que tengo y que, utilizada con la debida habilidad, puede permitirme la entrada. Podría tratarse de este blog, en el que publico relatos, dibujos, musiquillas e incluso algunas ideas sobre ciencia. Este blog me permitiría entreabrir las puertas de esa selecta élite.

El que al final no consiga entrar en el parque, no creo que signifique que no voy a conseguir entrar, sino que si quiero entrar, tengo que esforzarme más. En el sueño, tendría que correr más. 

Pero, como he dicho, el único que puede encontrar el verdadero significado de un sueño es quien lo ha soñado. Y la explicación anterior, a pesar de que la he dado yo, sé que, aunque nadie está libre de vanidad, no es la de verdad. El jardín por el que mi subconsciente dice que me tengo que esforzar, si quiero entrar sin tener derecho, se llama Paraíso. 

miércoles, 13 de abril de 2016

El teorema de Vacheron-Potocki

Mi primer trabajo fue en la Junta de Energía Nuclear (actual CIEMAT). Trabajábamos allí  un pequeño grupo de matemáticos que, cuando alguno desentrañaba un artículo importante o creía haber desarrollado un tema de interés, se reunía para compartir su conocimiento con una charla.

Uno de los matemáticos a quien llamaré X (buen matemático, buena persona y buen amigo, aunque un poco pedante) tenía una cierta tendencia a citar en sus exposiciones teoremas más o menos rebuscados.

Cuando el paso entre una fórmula escrita en la pizarra y la siguiente era evidente se limitaba a un simple “por tanto…” o “de aquí se deduce…”, pero siempre que podía decía “por el teorema de Bolzano…” o “por el teorema de Bernouilli…”.

A mí los nombres de los descubridores de un teorema se me han dado siempre bastante mal, así que, si la cosa no era muy evidente, tenía que preguntar “¿Qué es lo que dice el teorema de Bernouilli?”.

“Hombre, Florentino”, me decía X muy serio, “el teorema de Bernouilli dice que tal y tal y tal”.

Normalmente, aunque no recordara el nombre, conocía de sobra el teorema, así que hacía un gesto afirmativo y X continuaba con su charla. Hasta que decía “por el teorema de Cauchy-Bourbaki…”

Los teoremas con dos nombres son, por supuesto, mucho más impactantes en una charla que los que solo tienen uno, pero  también me obligaban a preguntar “¿Y que es lo que dice el teorema de Cauchy-Bourbaki?”

“Hombre, Florentino, el teorema de Cauchy-Bourbaki demuestra que tal y tal y tal”.
“Ah, por supuesto”, decía yo, reconociendo la pertinencia del teorema.

Y X continuaba explicando hasta que decía “Por el teorema de Weierstrass-Nishina…”, momento en que se paraba y me miraba. Y entonces yo, absolutamente hundido, humillado, confundido, etc., asentía levemente con la cabeza a pesar de que no tenía ni puñetera idea de que decía el dichoso teorema.

Pero una vez me tocó a mí dar la charla. Me la preparé concienzudamente, incluyendo tantas citas de teoremas como pude. Y cada vez que mencionaba un teorema hacía una pequeña pausa , esperando que alguien me preguntara de que iba. Pero nadie preguntaba, con lo que cada vez me sentía más hundido, humillado, confundido, etc.

Hasta que decidí dar un salto mortal sin red: me salté tres o cuatro paso y escribí en la pizarra una fórmula que de ninguna manera podía deducirse de la anterior sin la explicación adecuada. Pero solo dije “Y de aquí se deduce…”

A mi aseveración siguió un expectante silencio, hasta que X me preguntó “¿Y eso por qué?”
“Por el teorema de Vacheron-Potocki” contesté yo.

Nuevo silencio.

Hasta que X dijo “Ah… por supuesto…”. Y pude continuar mi exposición.

Después de esto nunca más me sentí hundido, ni humillado, ni confundido, ni etc. En una charla, simposio, congreso, etc.


Porque no existe ningún teorema de Vacheron-Potocki. Porque el único Vacheron que conozco es un relojero suizo. Porque el Único Potocki que conozco es el autor de “El manuscrito encontrado en Zaragoza”. Y sobre todo, porque X  había dicho “Ah… por supuesto…” 

miércoles, 13 de enero de 2016

El falso manual de IBM

El Servicio de Estudios del Banco de España y sus titulados gozaban de un reconocido prestigio cuando lo dirigía Luis Ángel Rojo. Además de los titulados, generalmente (si no siempre) economistas, contaba con otro personal del banco (técnicos, oficiales, etc.) entre los que se encontraba Luis Villanueva, para el que, cuando terminó su carrera de informática, el Servicio convocó una plaza de nuevo cuño: Titulado Informático. Esto iba contra la política general del banco, que pretendía centralizar todos los servicios informáticos en la Oficina de Planificación y Centro de Cálculo. Pero Luis Ángel Rojo era Luis Ángel Rojo, y la plaza se convocó y la ganó (justamente) Luis Villanueva.

Luis trabajaba a las órdenes de Vicente Poveda, un titulado con el que ya había desarrollado algunas aplicaciones para el Servicio de Estudios y con el que organizó un pequeño grupo que luego fue creciendo al asumir más responsabilidades.

En aquella época, en que aún no existían los PCs, las aplicaciones informáticas tenían que ejecutarse en el gran ordenador IBM del Centro de Cálculo, y existía un gran número de manuales sobre los lenguajes, programas estandar, y otras particularidades del equipo. Nos pidieron los manuales, y les enviamos los que nos pareció que podían serles de utilidad. Pero no se conformaron: pidieron que les mandáramos "todos". Pedimos una copia adicional a IBM y se los mandamos. Todos, incluidos los que nos constaba que no utilizarían jamás.

Pasó algún tiempo, y un buen día nos llegó una nota "exigiendo" que les enviáramos el manual del IEFBR14, manual que no existía, pero del que decidimos hacer con gran regocijo una edición especial para el Servicio de Estudios. 
   
El manual no existía por la sencilla razón de que el IEFBR14 era un programa que no hacía absolutamente nada, y esto era lo único que se necesitaba saber.

Para enviar un trabajo al ordenador se utilizaba un lenguaje especial llamado JCL (Job Control Language). Un trabajo estaba constituido por uno o varios "pasos", y en cada paso se ejecutaba un programa (uno y solo uno). Así, por ejemplo, un primer paso podía consistir en extraer determinadas informaciones de una cinta del archivo de cintas magnéticas y hacer con ellas unas operaciones que se grababan en otra cinta. Un segundo paso podía consistir en ordenar, con determinados criterios, los datos obtenidos, mientras que en un tercero simplemente se imprimían los datos ya ordenados.

Para poner por orden los datos se utilizaba un programa estandar, proporcionado por IBM, llamado SORT que permitía utilizar los más diversos criterios de ordenación, para el que sí existía el correspondiente manual, en el que se explicaban todas las posibilidades que ofrecía el programa.

En el JCL, además de especificar los programas que había que utilizar, se podían introducir algunos datos (los criterios a utilizar por el SORT, por ejemplo) e información para los operadores del ordenador, como que cintas había que montar y en que lector de cinta. De hecho, había ocasiones en que había que dar alguna instrucción, en algún "paso", a los operadores, pero no había que ejecutar ningún programa. Como cada paso exigía la existencia de un programa, el programa que se utilizaba era precisamente el IEFBR14 que no hacía absolutamente nada, siendo para esto para lo único que servía.

El caso es que con la ayuda de algunos compañeros (Fernando Usieto, Pablo Villamediana y alguno más) fabricamos,  en un inglés macarrónico, un falso manual de IBM, que, si no se leía, podía pasar perfectamente por auténtico. Todo, incluso el glosario y la advertencia que figuraba en las páginas en blanco advirtiendo que la página estaba intencionadamente en blanco, tenía el aspecto de un manual de IBM. Todo... menos el texto.

Les enviamos el manual, y supongo, conociendo a Luis y a Vicente, que terminarían riéndose, aunque nunca nos dijeron nada. 

jueves, 5 de noviembre de 2015

El fechador

Me incorporé a la Oficina de Planificación y Centro de Cálculo del Banco de España en Marzo de 1974. Miguel Taús Martí, el jefe de la oficina, aunque no sabía nada de informática, era un hombre sensato. Por eso, para contar con alguien con amplia experiencia en ordenadores, promovió la convocatoria del concurso por el que entré en el banco. Había ya personal con cierta experiencia en programación de aplicaciones, faltando alguien que pudiera discutir con los técnicos de IBM en las áreas de hardware y de sistemas.

El subjefe de la oficina, de origen bancario como el jefe, se llamaba José Antonio Carmona y tenía un tic en la nariz por el que los empleados le apodaban Samanta, como a una conocida bruja de la televisión que la utilizaba para hacer magia.

El jefe de la Sección de Explotación, Eduardo Fontcuberta, había sido compañero de colegio y de clase de mi primo José Manuel, que era técnico del banco, pero no se hablaban desde que le ascendieron a jefe de sección y le dijo a mi primo que debía dirigirse a él como "Don Eduardo".   
 
En Explotación disponían de dos ordenadores, un antiguo IBM 1401 en el que funcionaba la aplicación de la CIR (Central de Información de Riesgos) que era en esos momentos la aplicación estrella del banco, y un flamante IBM 360/50 al que, entre otros equipos, estaba conectada una portentosa máquina de almacenamiento de información en láminas magnéticas que nadie, ni los más expertos técnicos de la propia IBM, consiguió jamás que funcionara. 

El jefe del Negociado de Programación se llamaba Juan Cano Rebollo. Era chiquito y sumamente amable, pero muy estricto con sus subordinados. Cuando alguien se levantaba y salía del despacho, sobre todo a primeras horas, le decía que "al banco había que venir, desayunado, orinado, y con todas las necesidades hechas".

Cano se encargaba del material de oficina, así que en mi primer día, en cuanto me lo presentaron, empezó a darme papel, lápices, bolígrafos de todos los colores, carpetas, un fechador,...



Yo intenté devolverle el fechador, que me parecía que no necesitaba para nada, pero él insistió en que era utilísimo: solo había que mover las cintas de goma por la mañana para que apareciese abajo la fecha del día y luego, cada vez que hubiese que poner una fecha, entintarlo y presionar sobre el papel.

A mí me pareció que, de todas maneras, el cacharro no me servía para nada, pero finalmente lo acepté para no parecer maleducado. Y él continuó dándome cosas: grapas, grapadora, archivadores... 
  
Al final me preguntó si necesitaba algo más, a lo que contesté que necesitaría una de esas cajitas con material esponjoso empapado en tinta que se utilizan para entintar el fechador.

"¡Ah!", me dijo apenado, "lo siento pero no me queda ninguna,... pero no importa,... cada vez que necesite utilizar el fechador, pásese por mi despacho, que con mucho gusto le dejaré utilizar la mía."  

Me fui con todo el material al que iba a ser mi despacho, puse la fecha del día en el fechador, lo guardé en un cajón de la mesa y allí permaneció, sin modificar ni entintar, durante casi treinta años hasta que, en uno de los últimos cambios de despacho, desapareció.

Entre los súbditos de Cano, que conocí ese día, hice algunos buenos amigos, como Julián Valentín (uno de los técnicos del banco que, tan solo un par de meses antes, habían sido seleccionados para formarse como programadores), que aún hoy día sigue leyendo de vez en cuando mi blog y que hace la siguiente aportación a esta entrada:


Cano, además de tener un pasado lleno de incidentes y anécdotas una vez ya casado y con hijos, de las que recuerdo unas cuantas que nos sirvieron y nos sirven para troncharnos de risa, tenía un pasado de seminarista, casi llegó a cura, de lo que se salió para casarse. Quizá debido a sus ejercicios de declamación y oratoria en el seminario tenía una forma de hablar muy cuidadosa con el lenguaje, tanto que le gustaba sobreactuar y a nosotros, los programadores y a sus jefes, nos parecía pura pedantería o, como ahora dirían algunos, era "postureo". Taús le dijo "Usted se escucha cuando habla" y yo, influenciado por una película, no sé cuál, le puse "Dudú el Sintaxis". Y con Dudú el Sintaxis se quedó, eso sí en el ámbito de José Antonio Urrialde (el Urri), Antonio López, Ignacio Torres, Fernando Revuelta, Julián Valentín, Paco Vecino, José Mari Campo Nieto, José Félix Azofra, José Mª Alonso, Juan Ramón Rubio, Pablo Villamediana, Iñaki López de Calle, etc. Toda esa panda de programadores de los años 70.   

viernes, 25 de septiembre de 2015

Mi amigo Klaus

Mi amigo Klaus (ver Primeros meses en Italia) es uno de los hombres más afortunados que he conocido jamás. Sea por su claridad de ideas o por puro azar, siempre se lleva en todo la mejor parte.

Vivimos durante una temporada en el "palazzo di Reno", así llamado por ser el único edificio moderno de Reno di Leggiuno con más de dos plantas. La planta baja estaba ocupada por los servicios comunes y por garajes individuales. Una rampa exterior en espiral ("lo scivolo" = el tobogán), altamente peligroso en invierno, conducía a la entrada del edificio, situada en el primer piso.



Reno visto desde mi ventana, con "lo scivolo" en primer término

Nuestros apartamentos eran idénticos, aunque el mío estaba en la primea planta y el suyo justo encima, en la segunda, con las evidentes ventajas que esto le reportaba. Y nuestros garajes estaban uno junto a otro en el lateral izquierdo del edificio, aunque, por supuesto, la maniobra que había que hacer para entrar en el suyo era mucho más simple que la que había que hacer para entrar en el mío.

Cuando se compró un equipo de alta fidelidad, tuvo la suerte de encontrar en Alemania un experto vendedor que le aconsejó tan acertadamente, que era evidente que ningún equipo de menor precio podía alcanzar la calidad del suyo, mientras que cualquier otro equipo, por caro que fuera, era imposible que la mejorara.  

Entre semana comíamos en "la mensa" (la cantina del Centro Común de Investigación del Euratom). Klaus, provisto de una vista inmejorable, me dijo en varias ocasiones que una chica le estaba mirando. Yo, por más que aguzara la vista, no era capaz de distinguir si la chica, que comía en el otro extremo de la mensa, le miraba a él, a mí o al vecino de la mesa de al lado.


Pero Klaus tenía razón y unos meses después se casó con Annette y tuvieron una hija, Sandra, de la que tuve el honor de ser padrino de bautizo.
  



Klaus es ateo pero, dando muestra de una enorme finura de pensamiento, decidió bautizarla. Según él, era muy difícil que un ateo se hiciera creyente, mientras que para un creyente era muy fácil volverse ateo. Bautizándola conseguía que, cuando fuera mayor, tuviera más libertad para escoger si quería ser atea o creyente.

Un día antes de un viaje a Alemania, me pidió que le acompañara a la orilla del lago Mayor para coger un poco de arena. Bajamos con el oche y, para mi sorpresa, empezó a llenar de arena cajas y cajas con ayuda de una pala. Alguien me había dicho que la arena del lago era estupenda para dejar reluciente la vajilla, pero, a menos que pensara venderla en un mercadillo, no  se me ocurría para que querría llevarse tanta. Así que finalmente le pregunté para que la quería. "Es que en Alemania no hay límite de velocidad en las autopistas. Con las cajas llenas de arena consigo que el coche pese más, se agarre mejor al asfalto, y pueda correr más. Esto me lo enseñó mi padre. Él lo llevaba siempre cargado de ladrillos, hasta que una vez, en un frenazo, un ladrillo salió disparado hacia delante, le dio en la nuca y por poco le mata".

Hace unos días he vuelto a verlo con motivo del cincuenta aniversario de la creación de la OCDE-ENEA Computer Programme Library, y me ha dicho que además de haber tenido su primera hija cuatro años antes de que yo tuviera la mía, tuvo la segunda (y última) suya dos años después de que yo tuviera la última mía. O sea, que en esto también me gana.    


Klaus A. Hey fotografiado el 4-sept-2015 por Juan Manuel Galán

jueves, 20 de agosto de 2015

Por qué dejé la Universidad

El sueldo que me ofrecieron para dirigir el Centro de Cálculo de la Universidad era análogo al que cobraba del OCDE-ENEA en Ispra, pero en la práctica era mayor, ya que en aquella época casi todo era en España más barato que en Italia. Además, para un soltero, incluso un sueldo menor hubiera sido suficiente.

Pero me casé, empecé a tener hijas... y tuvo lugar la primera crisis del petróleo, que hizo que los precios crecieran desorbitadamente en siete años, sin que la Universidad mostrase el más mínimo interés en subir los sueldos del personal contratado, no funcionario.

El flamante "gerente" que el rector había contratado para poner orden en las cuentas de la Universidad era perfectamente consciente de que mi sueldo era bajo. Él o algún otro listillo de su equipo consideraba que era imposible que con mi sueldo hubiera podido comprarme un Citroen GS (¡rojo, para mayor ostentación!), de lo que deducían que yo vendía bajo cuerda a empresas privadas el papel de impresora que comprábamos, ciertamente en grandes cantidades, para satisfacer las necesidades de impresión de los profesores y  alumnos de la Universidad.  

Los ordenadores cedidos por IBM no podían usarse, por el contrato de cesión, para realizar trabajos administrativos, por lo que la Universidad contrató con una empresa la informatización de la matrícula, pero nos encargó  a nosotros el pase a fichas perforadas de los impresos de matrícula. Para acelerar el proceso se contrataron algunas perforistas extra, entre las que se encontraba Clementina Cuevas, que trabajaba por las mañanas en el Banco de España. Fue ella la que le llevó a María Teresa Molina (la analista del Centro de Cálculo que se encargó del tema) la convocatoria de una plaza de "staff" informático, a las órdenes del jefe del centro de cálculo del banco. El sueldo previsto era el doble del que yo ganaba, incluidas las clases en la Facultad de Ciencias y en el Instituto de Informática, y los requisitos exigidos se adaptaban como un guante a mi curriculum (aunque mi inglés hablado es bastante deficiente).

Era justamente el día en que vencía el plazo para presentar la solicitud, así que, sin pensarlo  dos veces, reuní la documentación necesaria y la presenté. Siempre podría repensarlo con calma si me daban la plaza.

Parece ser que quedamos  dos finalistas (no sé quién sería el otro), y el tribunal no tenía muy claro a quién escoger. Decidieron que pasáramos los dos un exhaustivo y decisivo examen psicológico de resultas del cual me dieron a mí la plaza.

Gracias a mi fortaleza psicológica, supongo, he sobrevivido algo más de 31 años trabajando en el Banco de España.     
  
Gracias al nuevo  sueldo, que resultó ser casi el triple del que ganaba en la Universidad, pude permitirme el lujo de hacerme un "aparato" para subsanar mis carencias dentales (que me ha durado 40 años) y unas fundas estupendas para los incisivos de mi mujer (que todavía le duran). Diría que este fue el motivo determinante, la gota que colma el vaso, para aceptar el puesto.

lunes, 25 de mayo de 2015

Contrabando

Uno de los buenos amigos que dejé en Italia cuando volví a España se llama Rodolfo di Cola. Él me enseñó que partir los espaguetis al cocerlos o al comerlos es pecado mortal. Y que ayudarse de una cuchara para enrollarlos en el tenedor es un acto vergonzoso solo admisible en niños de corta edad.

Salíamos muchas veces juntos y, una vez que se compró un coche de segunda mano, fuimos a celebrarlo a Lugano. Para los que vivíamos en la zona de Varese, al este del Lago Mayor, pasar a Suiza nos salía muy barato, sobre todo si íbamos con el depósito de gasolina casi vacío y volvíamos con el depósito lleno.

A la vuelta, a media tarde, nos pararon los carabinieri en la frontera y nos pidieron el pasaporte. Al abrir el de Rodolfo, cayó al suelo un papelito, que el carabiniere recogió, examinó atentamente y llevó a su jefe para que lo examinara.

Se trataba de un papelito casi ilegible que le dieron a Rodolfo a modo de factura en alguna tienda en el que casi lo único que se distinguía era una cifra: 1000 (poco más o menos, no la recuerdo con exactitud).

Nos hicieron bajar del coche y nos metieron en el cuartelillo. ¿Que había comprado Rodolfo por valor de 1000 francos suizos? Rodolfo explicó que nada, que la factura se refería a algo que había comprado en Italia por 1000 liras.     

El jefe del puesto ordenó que registrasen el coche, a Rodolfo lo metieron en la única celda que había y a mí me dejaron quedarme sentado en el despacho, vigilado de cerca por el jefe, que tuvo a bien explicarme que el coche estaba fichado desde hacía tiempo por dedicarse al contrabando y que dado  mi acento (¡andaluz!) resultaba evidente que mi pasaporte era falso y que yo era siciliano.

Y así estuvimos hasta que, pasada la medianoche, entró el carabiniere que estaba registrando el coche y le dijo al jefe que solo quedaba por registrar el depósito de gasolina y que su esposa debía estar inquieta esperándole.   

viernes, 10 de abril de 2015

Ingeniería Nuclear

Mientras terminaba mis estudios de Matemáticas en Barcelona, mis padres se trasladaron de Sevilla a Madrid, por lo que, al acabarlos, pensé en hacer el doctorado en la Universidad Complutense.

Contacté con varios catedráticos de la universidad madrileña, pero ninguno parecía muy interesado en dirigir una tesis doctoral, quizás porque mi expediente académico, sin ser malo, tampoco era muy brillante. Uno de ellos, el Padre Botella, me sugirió que, dado que mis mejores notas las había obtenido en las asignaturas de física, me apuntara a un curso de iniciación a la ingeniería nuclear (ahora diríamos un "master") que había organizado la Junta de Energía Nuclear.

Fue así como terminé pasando el curso 1968-69 en las dependencias de la J.E.N., situadas al final de la Ciudad Universitaria, pasada la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones, y obteniendo este diploma:


Pero más que el diploma en sí, lo importante para mí fue que la Junta había decidido comprar un ordenador digital (el primero que funcionó en España) y me contrató para formar parte del equipo que, dirigido por el Doctor Iglesias, lo puso en marcha.   

martes, 24 de febrero de 2015

4º de Matemáticas

En 4º de Matemáticas me dio clase de Geometría Descriptiva el Profesor Antonio Torroja Miret. No se trataba de lo que normalmente se conoce como geometría descriptiva (planta y alzado, perspectiva caballera, perspectiva cónica, etc) que estudiábamos en primero, aunque sí de representaciones más complejas. El Profesor Torroja llegaba a clase, se sentaba y comenzaba a explicar pausadamente como representar, por ejemplo, una superficie de grado doce en un plano de forma que a cada punto de la superficie correspondiera un punto del plano y a cada punto del plano, uno de la superficie, salvo quizás un punto singular que representaba a toda una línea en la superficie. Y esto con una claridad meridiana y sin dibujar un solo punto en la pizarra. Ocasionalmente nos regañaba además por ir por la calle pensando en las musarañas en lugar de ejercitar nuestra mente analizando si los números de las matrículas de los coches eran primos o deleitándonos con el maravilloso contenido matemático del dodecaedro.

El Profesor D'Ors, que nos daba Análisis 4º, tampoco escribía nada en la pizarra. Era yo el que escribía. Siempre me sacaba a mí porque de los otros tres alumnos que cursábamos cuarto, dos eran curas (un jesuíta y un carmelita) y el tercero un viudo que siempre iba de negro, con lo que al que menos se le notaba en el traje el polvo de tiza era a mí.

Otra de las asignaturas de cuarto era "Mecánica racional". El profesor, cuyo nombre no recuerdo, nos recomendó un libro en italiano: "el Finzi", como lo conocíamos por estar escrito por el catedrático Bruno Finzi de la Universidad de Milán.

El libro, como corresponde a un libro sobre esa materia, estaba lleno de ecuaciones y fórmulas matemáticas en las que abundaban los diferenciales. Lo curioso es que al profesor Finzi no parecía gustarle la palabra "diferencial" y prefería decir en su lugar cosas como "Abbiamo un intervallo di tempo che si fa piccolo, più piccolo, più piccolo... evanescente", que es una correcta definición para un diferencial de tiempo con un ligero tinte poético.

Con una también correcta utilización de las matemáticas, cada vez que en una expresión aparecían sumandos con diferenciales elevados a potencias de distinto grado, el Profesor Finzi prescindía de los sumandos con diferenciales de grado superior. El problema, para nuestro profesor de Mecánica Racional, era que prescindía (despreciaba) tantos y en tantas ocasiones que a lo mejor, sumando todos, resultaban no ser tan despreciables.

A los cuatro alumnos nos propuso un trabajo para aprobar la asignatura. A mí me propuso que comprobara que efectivamente se podían despreciar todos aquellos diferenciales, cosa que hice conservando hasta el final los diferenciales de segundo grado y despreciándolos todos juntos tan solo al final.
   
Que no recuerde el nombre  del profesor de Mecánica Racional no me parece grave, pero que no recuerde el del que nos daba Topología, sí. Porque la Topología fue la asignatura que más me gustó de la carrera, y esto se debe en buena parte, sin lugar a dudas, a su forma de enseñarla. La única pega que tengo contra él es que le hice una demostración original del teorema de la buena ordenación de Zermelo (supongo que sin utilizar el imprescindible axioma de elección, aunque no lo recuerdo), que se quedó para estudiarla y ver donde estaba el fallo, pero nunca volví a saber de ella.   

domingo, 25 de enero de 2015

Primeros meses en Italia

Ahora ya no tiene la E de Europa, porque también participan en ella estados no europeos, pero en 1964 la rama de energía nuclear del OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se llamaba ENEA (European Nuclear Energy Agency), y había decidido crear un pequeño grupo de trabajo, llamado ENEA CPL (ENEA Computer Programme Library) en Ispra.

Ispra es un pueblo italiano situado en la orilla Este del Lago Mayor, en el que el Euratom, el organismo de las comunidades europeas para la energía nuclear, había instalado su mayor centro de investigación, y en cuyo centro de cálculo (CETIS) habían reservado unos cuantos despachos para la ENEA CPL.

La Junta de Energía Nuclear, y en concreto su presidente, José María Otero Navascués, pensaba que era importante que hubiera españoles en los organismos internacionales, así que me sugirieron que optara a un puesto en la CPL. Me presenté al puesto y me lo dieron, supongo que en buena parte por presión de Otero Navascués y porque no había ningún español en toda la ENEA. 

Así que el 8 de Mayo de 1964, con mi reciente nombramiento con nivel A2 del OCDE, Ian Gilhooly y Klaus Hey, que habían llegado unos días antes, fueron a recogerme al aeropuerto de Milán y me llevaron a Ispra, a unos pequeños apartamentos que el Euratom puso a nuestra disposición mientras buscábamos un alojamiento más definitivo.

Ian Gilhooly, nuestra secretaria, era una pequeña inglesa, nacida en la isla de Man, que terminó casándose con un italiano y marchándose Estados Unidos. 


Klaus A. Hey, encargado de la administración del grupo, era un joven alemán que se casó con una francesa y que, más tarde, ocupó un importante puesto en la OTAN.


Al principio era Klaus el único que tenía coche, por lo que siempre íbamos juntos a todas partes, incluidas las numerosas fiestas a las que éramos invitados debido a la simpatía de Ian y Klaus, y al hecho de ser yo el único español en varios kilómetros a la redonda (España no pertenecía a las comunidades europeas ni, por tanto,  al Euratom).

Cuando Ian se compró el coche, fui con ella a recogerlo y a punto estuvo de acabar aquí esta historia, porque un estúpido (según Ian) camionero italiano casi se nos echa encima conduciendo por su derecha, en contra de lo que se hace en todos los países civilizados (según Ian).

Mientras se incorporaba el resto del equipo, fue un investigador belga del CETIS, Monsieur Pire, el encargado de ponerme al tanto de los equipos informáticos y procedimientos del centro de cálculo. Los equipos principales eran un IBM 7090 (Septante-nonante en francés-belga) que pronto fue sustituida por un IBM 360. Creo que no sabía muy bien que hacer conmigo, así que me propuso que analizara un programa de blindaje de reactores, llamado 9-Niobe, que casi nunca funcionaba. Era  un programa enorme (con unas veinte mil instrucciones en mi recuerdo) con el que pensó que me tendría distraído una buena temporada. Pero en tres días encontré donde estaba el fallo: Había un proceso iterativo, en el que a partir de un dato aproximado se pretendía calcular para él una aproximación mejor, pero que solo en condiciones muy concretas era convergente, mientras que en la mayor parte de los casos la  aproximación era cada vez peor, con lo que el programa terminaba por dar un "petardazo". 

Pero lo que fue un "petardazo" fue mi hallazgo, porque el tema estaba siendo estudiado por un par de físicos del CETIS desde hacía un año, sin resultados. Uno de ellos me dijo que lo había encontrado por casualidad. Le contesté que siempre que se encuentra algo que se está buscando interviene la casualidad, pero también el método de búsqueda que se utiliza.

Nuestro jefe, Johny Rosen, era un ingeniero sueco que se incorporó al CPL un mes más tarde que yo.


Por esas fechas se incorporaron también dos auxiliares italianos: Una joven Margherita Donzelli, amante de la montaña y del esquí,


y un peludo Cinque (se lee chincue y significa cinco) del que no tengo foto, supongo que porque apenas aparecía por el trabajo y pronto lo dejó. Sufría de un terrible reuma cerebral que le se le agravaba cuando tenía que hacer fotocopias, pero que no le impedía ir a bañarse al lago Mayor los fines de semana.  

El equipo científico del CPL se completó unos meses más tarde con la llegada de Victor Bell, un matemático inglés al que se había contratado con nivel A3.


A3 es un grado más que A2 y, aunque yo no dudaba de las cualidades de Victor, pregunté el por qué de esa diferencia de categoría entre él y yo. Se me explicó que Victor había obtenido con brillantez el grado de "bachelor", y si no había seguido estudiando para obtener el grado de "master" era porque se había casado y necesitaba trabajar, pero que tenía mucha experiencia. 

La verdad es que a mí me sentó como un tiro, así que escribí a Monsieur Perret (de quién dependíamos en París) y le comuniqué mi decisión de permanecer en Ispra un año como máximo si no se me daba a mí también el grado A3. Alegué que dadas las edades de Victor y mía era dudoso que tuviera mucha más experiencia que yo, que por otra parte ya había demostrado que la tenía, y que, por muy devaluados que estuvieran en Europa los títulos españoles, me parecía que suponer que un "bachelor" inglés (tres años de estudio) era más importante que un "doctorado" español (siete años), era mucho suponer.

Al año me ascendieron a A3, por lo que seguí en el CPL hasta el 16 de Julio de 1967 en que volví a Madrid para encargarme del Centro de Cálculo de su Universidad.

Algunos años después, al morir Monsieur Perret, Johny pasó a ocupar su puesto en París y Victor pasó a dirigir el CPL, muriendo poco después, por desgracia, bajo un alud de nieve.




  

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El caso de las cuentas inexistentes

Solamente he actuado una vez como perito informático para un juez:

Habían asesinado a un traficante de drogas homosexual, y el juez había enviado un apremio a todos los bancos para que le informaran de si el muerto tenía alguna cuenta en ellos. Entre otras, recibió una carta de una sucursal de un importante banco nacional, al que llamaremos Banco X, diciendo que el interfecto tenía allí tres cuentas, de las que daba sus números.

El juez pidió entonces al banco que le enviara el detalle de esas cuentas en una serie de años, pero el banco contestó que esas cuentas no existían, ni ninguna otra a nombre del muerto, y que, aunque el papel de la carta y el sello de la sucursal eran auténticos, la persona que la firmaba no era, ni había sido nunca, un empleado del banco.

El juez tenía la sospecha de que las cuentas habían existido, pero que el banco las había borrado para no ver su nombre envuelto en problemas de drogas y homosexualidad. También sospechaba que al empleado que escribió la nota le habían trasladado, y que tanto a él como al resto del personal de la sucursal se les había dado una paga extra para que tuvieran la boca cerrada.

Y allí me  vi, trasteando con los ordenadores centrales y los archivos del Banco X, convencido, por otra parte, de que si el banco había borrado las cuentas, difícilmente iba yo a encontrarlas. Y si realmente no habían existido nunca ¿cómo podría demostrarlo?

Afortunadamente, lo primero que se me ocurrió fue pedir la fórmula con la que se calculaban los dígitos de control que incluyen las cuentas, un par de cifras que se calculan a partir del resto de las cifras de la cuenta. Comprobé entonces que solo una de las tres tenía los dígitos correctos. Así que le dije al juez que, en mi opinión,  esas cuentas no habían existido nunca, y que, aunque el que había escrito la carta debía ser empleado de la sucursal, ya que el papel y el sello eran auténticos, había acertado los dígitos en una por casualidad o, conociendo la fórmula, se había equivocado al aplicarla a las otras dos.   

Al juez no le gustó nada mi conclusión, porque tenía unas  ganas tremendas de meterle un buen puro al Banco X. Dijo que el empleado también se podría haber equivocado al copiar en la carta los números de las cuentas. Le expliqué que para que salieran esos dígitos de control tenía que haberse equivocado en al menos dos cifras en cada una de las dos cuentas, lo cual me parecía muy poco probable, sobre todo en un empleado de banca.


Más tarde me enteré de que, al parecer, la carta la había escrito, con nombre falso, un  antiguo empleado que había tenido problemas con el director de la sucursal y había sido expulsado. Había encontrado trabajo en otra entidad bancaria, pero se había llevado un sello y papel de la sucursal, decidido a vengarse.    

lunes, 20 de octubre de 2014

Cambio de moneda

Hace unos días, al salir de casa, me llamó un hombre que estaba al volante de un coche rojo, aparcado en la puerta del garaje de la casa de enfrente.

- Perdone. ¿Hay algún Citibank por aquí cerca? - me preguntó el hombre, que imaginé sería un hispano de Estados Unidos.

- Pues no. Me parece que no hay ninguno por aquí.

- Es que quería cambiar unos dólares por pesetas.- me dijo enseñándome el fajo de dólares que llevaba en la billetera.

- Ya no funciona la peseta. En España ahora la moneda es el Euro.

- ¡Ah!... ¿Y sabe a cuanto está el cambio? 
 
- Pues, no sé... un dolar con veinte por euro, más o menos.

- ¿Y de qué  color son los euros?

La pregunta me desconcertó: ¿qué importa el color?

- ¿Puede enseñarme alguno? - insistió.

Saqué la billetera y le enseñé el único billete de veinte euros que llevaba. Él asintió, me dio las gracias y me marché.

Mientras me iba pensé: ¿Esto no me había ocurrido ya otra vez? ¿era un "dejà -vu"?... No. Seguro. Fue hace dos o tres años. Incluso el coche era rojo también la otra vez.

Pero... ¿puede pasar una cosa así dos veces? 

Por supuesto que no, a menos que...

Cuando él me preguntó si había cerca un Citibank, la respuesta que esperaba era seguramente que no, pero que era inútil que buscara uno porque era sábado y lo encontraría cerrado. Entonces se habría lamentado porque necesitaba cambiar dólares.

No se lamentó, pero me dijo que quería cambiar dólares por pesetas y me enseñó el fajo de billetes. Lo del fajo era para que yo me diera cuenta de que podía hacer un buen negocio. Lo de las pesetas, para que pensara que tenía un despiste monumental.

Supongo que la reacción mía, diciendo que ahora se usaban los euros, era la que esperaba y me preguntó a cuanto estaba el cambio. Si yo hubiera sido "listo" le habría dicho que a uno ochenta o a dos dólares por euro. Yo debía tener claro que él no tenía ni idea y que aquel fajo de dólares, seguramente falsos,  era para mí.

Como le dije una cifra que era aproximadamente correcta, me preguntó por el color de los euros y yo le enseñé mi billetera prácticamente vacía, con lo que debió llegar a la conclusión de que le iba a costar trabajo hacer negocio a costa mía.

Conclusión: si esto me ha pasado dos veces es que debo ser un poco despistado y tener cara de tonto.

domingo, 5 de octubre de 2014

Perdonar post mortem

¿Te ha pedido alguna vez perdón alguien que te haya ofendido? No me refiero a alguien con quien, por ejemplo, has tropezado y te dice "perdón", ni a algún amigo o familiar con quién has discutido y con el que, al cabo de tres días, estás charlando como  si no hubiera pasado nada.  Me refiero a alguien que te haya ofendido gravemente. O crea haberlo hecho.

A mí, sí.

Uno de los operadores del ordenador me dijo un día "Don Florentino, tengo que pedirle perdón."

"¿Por qué?", le pregunté sorprendido.

"He hablado mal de Usted  muchas veces."

¿Que habrá dicho?, pensé, ¿que soy un cabrón, un marica, un hijo de puta...?

"¿Y qué es lo que has ido contando?"

"Que no da Usted ni golpe."

Casi me da la risa floja, pero me contuve:  "Bueno, no te preocupes. Yo creo que trabajo bastante, pero la verdad es que me gusta aparentar que no hago nada, así que si a ti te lo ha parecido, en realidad la culpa es mía."

El hombre se marchó contento. Luego me dijeron que había tenido una crisis y estaba en tratamiento psiquiátrico. Lo de pedir perdón igual formaba parte de él.

En este caso no me sentí ofendido en absoluto, pero creo que si alguno de los que realmente me han ofendido me hubiera pedido perdón, le habría perdonado sin problema.  Pero como no lo han hecho, me hierve la sangre cuando recuerdo (afortunadamente con poca frecuencia) lo sucedido.

En el Padrenuestro pedimos a Dios que perdone nuestras ofensas "como también nosotros perdonamos a quien nos ofende", lo cual es perfectamente lógico porque ¿con que cara podemos pedirle a Él que nos perdone si nosotros no somos capaces de perdonar?

Así que me gustaría perdonar a todos los que me han ofendido. Pero no puedo evitar que a veces recuerde y me hierva la sangre. E incluso que a veces me procure pequeñas venganzas.

Alguno de mis ofensores ya ha muerto, y me pregunto (para ellos y para los que inevitablemente algún día morirán) ¿deseo que ardan para siempre en el infierno? Pues no. La verdad es que no. No deseo que ardan en el infierno. Espero que, cuando yo muera, Dios me perdone y me los encuentre en el cielo.

 ¿Deseo que me pidan perdón cuando los encuentre allí? Pues tampoco. Inmersos en la inmensidad del amor de Dios, espero que serán como amigos con los que alguna vez tuve una discusión sin importancia. 
 

A esto lo podríamos llamar "perdonar post mortem".  ¿Basta esto para que pueda rezar sinceramente el Padrenuestro?

domingo, 10 de agosto de 2014

Gimnasia

Como no soy nada deportista, no es de extrañar que, al llegar al cuarto curso, aún no me hubiera examinado de las tres asignaturas de gimnasia que figuraban en el curriculum de la carrera de Matemáticas. Es más, en cuarto me presenté a los exámenes de junio sin haber asistido ni un día a clase, lo que me valió que el profesor se negara a examinarme hasta septiembre.

En septiembre me levanté con cuarenta grados de fiebre el día del examen. Pero si dejaba el examen para el año siguiente, lo más que podría hacer era superar dos exámenes, el junio y el de septiembre, con lo que me quedaría sin terminar la carrera por falta de una gimnasia.

Decidí hacer trampa: pedí a un compañero de residencia, con una complexión similar a la mía, que se examinara por mí. No fue fácil convencer a Pepe Pérez, que así se llamaba, pero lo hizo. Sobresaliente. Por lo visto corría como un galgo.

El año siguiente fui a clase el primer día, pero solo el primero: El profesor explicó que todos los que habíamos sacado sobresaliente el año anterior tendríamos las clases en días distintos del resto para prepararnos para unas olimpiadas universitarias que se iban a celebrar. Estaba claro que o me rompía una pierna o iba a descubrir el engaño.

Cuando se acercaban los exámenes de junio, un compañero me dio una noticia esperanzadora: se habían suspendido las clases de gimnasia por enfermedad del profesor. No es que me alegrara de que el hombre estuviera enfermo, pero, como se confirmó el día del examen, era posible que el examinador fuera otro.

Por desgracia, el nuevo profesor llevaba anotado en la lista de examinandos el número de clases a las que habían asistido, y también se negó a examinarme. Le expliqué que me quedaban dos gimnasias y que entonces me quedaría una colgada para el año siguiente, pero se negó en redondo. Tenía orden del jefe del departamento de deportes de no examinar a nadie en esas circunstancias.

¿El jefe del departamento de deportes?...  ¿Quién era?

Resultó ser el jefe de la policía motorizada de Barcelona, cosa, en principio, poco esperanzadora. Pero me armé de valor y fui a verle a su despacho de Montjuich.

Le expliqué el caso.

¡Pero hombre, qué barbaridad! ¿Cómo se le ocurre dejar las gimnasias para última hora con lo fácil que es ir aprobándolas curso a curso? ¡Y encima me viene a mí con el problema! ¡Mira que les tengo dicho a los profesores que no me manden a nadie! ¡Me va a oír ese profesor xxx!  Porque, claro ¿cómo me voy a negar yo a aprobarle y hacerle perder a usted un año?...

Total, que el bueno del jefe de la policía motorizada de Barcelona me aprobó de un plumazo las dos gimnasias que me quedaban. Le debo el haber podido terminar la licenciatura en 1968 y no un año más tarde.

jueves, 10 de julio de 2014

Dos anécdotas frias

Cuando estudiaba tercero de carrera vivía en el Colegio Mayor Moncloa. Entre los nuevos residentes que llegaron ese año había dos hermanos nicaragüenses. Miguel era un romántico empedernido  que estaba enamorado de Carmen Sevilla: todos los días dedicaba un rato a tocar la guitarra sentado frente a una foto de ella. Rosendo tenía un carácter más deportivo: todos los días se levantaba temprano para, con unos pantalones cortos y una camisa negra casi transparente, se dedicaba a correr por los alrededores (entonces  no se le llamaba todavía footing a eso).

A medida que se acercaba el invierno, cada vez más compañeros le aconsejaban que lo hiciera un poco más vestido, pero él aseguraba que, acostumbrándose poco a poco, el frío sería perfectamente soportable.

Llegó el invierno y Rosendo cogió una pulmonía que por poco le lleva a la tumba. Luego le veíamos todas las mañanas bajar a la universidad envuelto en  un abrigo de pieles con un cuello tan frondoso  que apenas si le asomaban los ojos por encima.  

Años después, cuando estuve en Zurich, enviado por la Junta de Energía Nuclear, también viví en una residencia de estudiantes, la Studentenheim Fluntern.

Uno de los residentes, cuyo nombre no recuerdo, era inglés. Todos los días, después de desayunar, miraba el termómetro que colgaba en la parte exterior de la ventana del comedor. Sacaba lápiz y papel, hacía un pequeño cálculo para pasar los grados Celsius del termómetro a grados Farenheit, y salía a la calle abrigado adecuadamente: en mangas de camisa, con chaqueta, con bufanda, con abrigo...

Un día cayó en la cuenta de que estaba repitiendo todos los días cálculos prácticamente idénticos, y entonces decidió hacer una chuleta en la que figuraba, para todo un rango de grados Celsius, su equivalente en Farenheit. Pegó la chuleta al termómetro y, a partir de ahí, cada mañana miraba el termómetro, luego la chuleta, y se abrigaba para salir.


A los pocos días, imitando su letra, cambiamos la chuleta, añadiéndole varios grados a la columna de los grados Farenheit. Estuvo más de una semana saliendo bastante desabrigado, aunque no tanto como para coger una pulmonía, antes de darse cuenta del engaño.

martes, 10 de junio de 2014

En la Puerta del Cielo

Mi mejor amigo en el colegio  del Inmaculado Corazón de María de Sevilla (en Portaceli = Porta Coeli = Puerta del Cielo) se llamaba Pedro (Valdecantos cuando pasaban lista, siempre por apellido). Jugábamos, salíamos de excursión, remábamos en la Plaza de España (una vez  se cayó al agua al montarse en la barca), hablábamos...  y decidimos hacernos jesuitas.

En esta foto estamos los dos, con Villagrán, otro amigo del colegio, asomando la cabeza por detrás de mí:


En esta estamos toda la clase:



Pedro está sentado junto a nuestro Encargado de Clase (a su izquierda, a la derecha en la foto), y yo soy el que sobresale detrás de él.

Entre tanta gente, tenía más amigos, claro está, pero también algún "enemigo". No sé por qué, pero Ibarra siempre estaba metiéndose conmigo. Supongo que a eso le llamarían ahora "acoso escolar", aunque no fue para tanto. Un día íbamos en filas, y él iba detrás de mí, dándome golpecitos en los riñones y metiéndose conmigo, hasta que me harté, me volví y le largué un puñetazo. ¡La que se organizó! ¡Una pelea cuando íbamos en filas! Claro que el Encargado de Clase intervino inmediatamente y nos llevó ante el Prefecto. Primero entró él, dejándonos en la puerta, para explicarle al Prefecto lo sucedido. Entre otras cosas le oímos decir: "¡Qué le habrá hecho Ibarra a Briones para que se volviera a pegarle!". Si el niño más bueno de la clase se pegaba con otro, era evidente que era el otro el culpable. Porque yo era el niño más bueno de la clase (y quizás del colegio):



La cosa terminó en una simple reprimenda porque a mí no iban a castigarme, y quedaría raro que solo castigaran a Ibarra. Lo bueno es que con el incidente se acabó el "acoso": Ibarra no volvió a molestarme.  

Visto que era el niño más bueno de la clase, es lógico que quisiera ser jesuita (¿o no?). Pero mi padre se opuso: No creía que yo tuviera verdadera vocación, así que me dijo que cuando fuera mayor de edad (21 años, entonces) hiciera lo que quisiera, pero que de momento me iba a Madrid a estudiar. 

Pedro si se hizo jesuita. Le acompañé al psiquiatra (informe preceptivo para entrar en la Compañía). Esperamos un rato en un patio lleno de macetas con "pilistras" (aspidistras) hasta que nos hizo pasar. Yo me quedé en el patio, pero el psiquiatra insistió en que entrara también. Nos sentamos en dos sillas y él se sentó en otra enfrente. Nos miró, tomó unas notas y le pregunto a Pedro si se orinaba por la noche en la cama. Como le contestó que no, se volvió hacia mí y me dijo que cruzara las piernas. Me resistí, pero él insistió y, cuando puse una pierna sobre la otra, se dedicó a darme golpecitos con un martillo metálico hasta que, no sin esfuerzo, consiguió que mi pierna saliera disparada hacia arriba. Satisfecho, nos dijo que podíamos marcharnos. 


Pedro Jiménez Valdecantos murió en 2012, siendo Capellán de la Basílica de Jesús del Gran Poder de Sevilla, y San Pedro le abrió la Puerta del Cielo.