viernes, 30 de diciembre de 2011

Dos premios en un año

Este año he recibido dos premios. El primero ha sido el nacimiento de mi nieta Laura (la quinta de mis nietos) el 17 de Marzo:



Tengo que agradecer este premio a mi hija Aurora y a mi yerno Juanjo.

El otro premio me ha sido concedido por la Asociación Española de Ingenieros Informáticos, que ha tenido a bien distinguirme este año con el “IV Premio Nacional a la Trayectoria Profesional del Ingeniero en Informática”.



Como podéis suponer me siento muy honrado por el premio (y orgulloso), y quiero dar las gracias desde aquí a la asociación y, en particular a su presidente nacional, Javier Pagés, que fue quién me lo entregó, y a Ignacio Boixo, presidente del capítulo madrileño, que fue quien me propuso para el premio.

El premio me fue entregado en el transcurso de la “5ª Noche de la Ingeniería Informática de Castilla y León” que se celebró el 7 de Octubre en los salones del histórico Colegio Arzobispo Fonseca de Salamanca. 

domingo, 25 de diciembre de 2011

Transiciones














Si os gustan mis dibujos, podéis imprimirlos. Como mejor quedan es ajustándolos a un DIN A3, si vuestra impresora lo permite. Para estar seguros de que está bien ajustado, fijaos en que aparezca el borde rojo lateral de la transición rojo-amarilla.

Si queréis que valgan una fortuna cuando yo sea famoso (ya debería serlo, no sé a que esperan), dejad un margen por la parte de abajo, y os lo firmaré cuando me invitéis a una opípara comida o, en su defecto, a un humilde café.

martes, 20 de diciembre de 2011

No soy yo quién escribe este blog

Los lectores de este blog es probable que sepan que soy matemático, porque lo pone en mi perfil. Soy doctor en matemáticas (cum laude, por supuesto), pero además soy ingeniero nuclear y licenciado en informática. Y debo decir, sin falsa modestia, que en las tres áreas soy muy bueno. Un genio, en realidad.

Mis lectores se preguntarán por qué un genio como yo se dedica a escribir tonterías en un blog que no lee prácticamente nadie. La respuesta es que, aunque parezca absurdo, no soy yo quién escribe este blog.

Me explico: Me jubilé hace seis años y, naturalmente, no he estado todo ese tiempo de brazos cruzados. Me he dedicado a llevar a cabo un proyecto a la altura de mis vastos conocimientos: construir un ordenador neutrínico.

No voy a explicar aquí como funciona un ordenador neutrínico porque alguien podría copiarme la metodología y patentarla como suya. Además, dudo bastante que mis lectores estén capacitados para entenderla. Diré únicamente que, aprovechando que los neutrinos viajan a mayor velocidad que la luz, he conseguido crear un ordenador que se adelanta al futuro y es capaz de leer, antes de ser publicada, cualquier cosa que vaya a publicarse en la red.

Mis lectores, seguramente aficionados a ese estúpido género literario que llaman ciencia-ficción, pensarán que esto puede convertirme en un héroe, avisando con tiempo de futuros desastres, o en un millonario, rellenando boletos del euromillones con los números que van a salir premiados. Pero esto no es así porque puede demostrarse (lo he demostrado, por supuesto) que un ordenador neutrínico puede, a lo sumo, adelantarse e segundos en el tiempo (e = 2,71828… como todo el mundo sabe) y, naturalmente, cuando una noticia se publica en la red, han pasado más de e segundos desde que sucedió el hecho al que se refiere la noticia.

El ordenador neutrínico, por tanto, aunque es importantísimo desde el punto de vista científico, no tiene utilidad práctica alguna.

Se preguntarán cómo he comprobado que mi ordenador neutrínico lee lo publicado en la red antes de ser publicado. Mirando aleatoriamente en la red, por supuesto que no. Sería una tremenda casualidad que encontrara algo que haya sido publicado con menos de un minuto de anterioridad. Lo que hice fue abrir este blog. Después abrí dos ventanas, una neutrínica y otra normal. Me coloqué en ambas en el “escritorio” del blog. Luego, en la ventana normal, entré en la pantalla de edición, escribí un texto y le puse “Una Prueba” como título. La idea era pulsar “ver blog” en la ventana neutrínica, contar hasta tres, y pulsar “publicar” en la normal. Si el ordenador funcionaba cómo esperaba, el texto debía aparecer en la ventana neutrínica antes de que yo pulsara “publicar”.

Y, efectivamente, así sucedió. Me di cuenta, sin embargo, de que en el título ponía simplemente “Prueba”, así que rápidamente, antes de pulsar “publicar” eliminé la palabra “Una” en la ventana de edición.

Quedaba probado que mi ordenador era capaz de leer algo en la red antes de que fuera publicado.

Únicamente me dejaba algo inquieto lo ocurrido con el título. ¿Había desaparecido la palabra “Una” porque yo la había borrado, o yo la había borrado porque “Una” había desaparecido? ¿Qué habría ocurrido si yo no hubiese borrado “Una”? ¿Habría aparecido “Una” en el título?.

Decidí hacer un nuevo experimento: escribí un programa que miraba constantemente si aparecía algo nuevo en el blog y, si aparecía, me avisaba con una sirena para que fuera corriendo a verlo. Como era de esperar (aunque yo mantenía algunas dudas) la sirena nunca llegó a sonar. Es lógico, porque en menos de e segundos era imposible que yo llegara al ordenador y escribiera lo que hubiera aparecido en la ventana neutrínica.

Entonces modifiqué el programa: hice que, si aparecía algo en la pantalla neutrínica, el ordenador mismo lo copiara automáticamente, lo pegara en la pantalla de edición del blog y lo publicara. A partir de ese momento han comenzado a publicarse en el blog una serie de entradas que yo ni siquiera he leído. Es el ordenador el que publica con un simple "copia y pega" lo que encuentra que va a ser publicado.

He explicado esto porque quería que mis lectores supieran que no soy yo quien escribe este blog (incluida esta entrada).


Imagen tomada del blog "Ciencia simple"

jueves, 15 de diciembre de 2011

Feliz Navidad




Villancico para que le pongáis letra: 


Con motivo de la Navidad os deseo mucha felicidad y que hagáis felices a los demás.

***

La enorme densidad de obras de grandes artistas, que pueden encontrarse en los museos, iglesias y calles de Florencia, hace que, si no fuera por las tiendas de souvenirs, casi pasarían desapercibidos Luca y Andrea della Robbia. Tio y sobrino no trabajaban el oleo, ni el fresco, ni el mármol, ni el bronce, sino la terracota, y uno de sus temas favoritos fue siempre la Virgen con el Niño.


sábado, 10 de diciembre de 2011

Clavileño

Cuando una astronave está tan lejos de cualquier estrella que el conjunto de todas las existentes se ve como una confusa luz en un ángulo del visor de la ca­bina de mando, la soledad habitual de un viaje en el espacio se convierte en un ­vacío positivo, agresivo, que tiende a llenar el espíritu de los tripulantes.

Si, como en el caso de Clavileño, su tripulación se reduce a una sola per­sona, sin ningún compañero con quien intentar desplazarlo, ese vacío puede fácil­mente convertirse en la suicida apatía de no hacer nada por no llegar a ser una par­te más del mismo vacío contra el que tendría que luchar. Más de una vez ha sido encontrado un navegante solitario muerto de inanición y con la despensa llena.

Es por esto que Robert Adams fue seleccionado después de cinco años de ­tests y de pruebas realizadas sobre miles de seres humanos. Es por esto que la construcción de Clavileño, perfectamente adaptado a Robert Adams, costó cinco años más de intenso trabajo a los científicos que lo diseñaron.

A Robert Adams le resultaban excesivamente patéticos los robots con aspec­to y acento de mayordomos de la aristocracia de hacia dos siglos que tanto gustaban a las familias de la clase media. Por eso a los robots imprescindibles se les había da­do en Clavileño un aspecto puramente funcional y se les había dotado de un habla ­metálica y monótona que en ningún momento pudiera sugerir una esencia consciente en ellos.

La pintura era uno de los pasatiempos favoritos de Robert Adams. Por eso se había dotado al calculador central de la nave con toda clase de terminales ópticos ­con los que realizar sus cuadros y de una extensa memoria auxiliar en donde archivarlos hasta que volviera a la tierra.

Otro de sus entretenimientos preferidos era la lectura. Y Clavileño estaba dotado con una biblioteca electrónica comparable, por su tamaño, tan solo a muy po­cas de las bibliotecas de los Estados Confederados.

Los autores preferidos de Robert Adams eran los del Siglo de Oro. Le admiraba su notable ingenio y la profundidad de sus pensamientos. Otras veces era su ingenuidad la que le hacía sonreir.

Encontraba notable, por ejemplo, el que los científicos de la época, con instrumentos francamente rudimentarios, hubiesen conseguido deducir que el espacio era curvo, aún cuando su explicación fuese tan trivial como suponer que era curvo respecto de una cuarta dimensión, en el mismo sentido en el que la superficie de una esfera, que es bidimensional, se curva respecto de la tercera. Con ello podían explicar la ex­pansión del Universo como si se tratase de la superficie de una esfera de goma que se inflase: cualquier punto de ella se alejaría de cualquier otro sin que hubiera en la su­perficie un punto fijo del que se alejaran los demás; todos se alejarían del centro de la esfera .

En este contexto, le hacía sonreir, por ejemplo, la ingenuidad de algunos escritores que suponían, no ya que el espacio era curvo como una esfera, sino que es­taba plegado como una sábana: para ir del embozo a los pies, no era necesario reco­rrerla en toda su longitud, sino que bastaba dar un salto a través de la "cuarta dimen­sión" aprovechando que, al estar plegada, el embozo y los pies se encontraban real­mente próximos.

Incluso los autores que utilizaban como cuarta dimensión al tiempo, lo utilizaban generalmente de forma equivocada. El viajero del tiempo se introducía en su ­máquina, pulsaba un botón y desaparecía de la vista de los demás para aparecer en el mismo sitio mil o dos mil años más tarde (suponiendo, claro está, que no viajase simul­táneamente en el espacio normal). Muy pocos se habían dado cuenta de que si la "máquina del tiempo" se movía sólo en esa dimensión, debía permanecer siempre, durante los ­mil años del viaje, exactamente en el mismo lugar. Lo que ocurría era que mientras que para los espectadores exteriores transcurrían mil años, para el viajero sólo pasaban unas horas o unos segundos.

Los autores del Siglo de Oro tardaron mucho en darse cuenta que "viaje en el tiempo" e "hibernación" eran la misma cosa. De hecho creían tan fácil un viaje al pasado como un viaje al futuro.

Adams sonrió: si el viaje al pasado fuera sencillo, su propio viaje a bordo del Clavileño carecería de sentido. Pero dar marcha atrás al reloj del tiempo era im­posible. La única posibilidad de llegar al pasado era que el reloj tuviese un número de horas limitado; que después de las doce, volviese a sonar la una: llegar al pasado traspasando los limites del futuro. Y ésta era precisamente la grandiosa misión que había sido encomendada a él y a Clavileño: Dar una vuelta completa al reloj del tiempo. Porque, efectivamente, los científicos estaban de acuerdo en que no sólo el espacio era cerrado y se curvaba sobre el tiempo, sino que éste a su vez se curvaba y era ce­rrado sobre el espacio.

Clavileño no era una astronave muy grande, pero si era la más potente y la más resistente. Hacia ya millones de años que había sido lanzada al espacio, dirigida al punto más alejado de cualquier astro o partícula material del universo y no había sufrido aún una sola avería que no hubiese autoreparado en menos de treinta segundos.

Para Robert Adams, por supuesto, apenas si había pasado un par de años: Clavileño era también el más preciso hibernador que jamás se hubiera construido. El defecto más corriente en los hibernadores normales era que no retrasaban por igual el crecimiento de todos los tejidos orgánicos y, aunque esto no tuviera gran importancia en hibernaciones por períodos relativamente cortos, un pequeño fallo podría, en el caso de Clavileño, hacer que al volver a la tierra, Robert Adams se encontrase convertido en un ser monstruoso. De hecho, según sus cálculos, sólo faltaban unos días para la hora cero y el defecto más aparente de Clavileño era que él tenia que cortarse el pelo cada semana si no quería lucir unas melenas desproporcionadas.

"iAstronave a estribor!" dijo la voz monótona del monitor.

Adams dio un respingo y corrió a la cabina de control. Encendió la pantalla del visor y se agitó inquieto durante los pocos segundos en que se formó en ella la ima­gen de una astronave acercándose a gran velocidad.

"Estoy deshibernando por si hay que tomar una decisión rápida para la que yo no esté preparado" continuó la voz.

El rápido proceso de deshibernación quedó reflejado para Adams en que la velocidad con que él veía acercarse a la astronave en la pantalla disminuyó hasta ha­cerse casi imperceptible. Además sintió una ligera sensación de angustia debido a una no totalmente perfecta coordinación de la deshibernación con el simulador de gravedad. A un mayor grado de hibernación debía corresponder una gravedad menor a fin de que el esfuerzo necesario para realizar un movimiento cualquiera fuese siempre equivalen­te al normal.

La astronave que se veía en la pantalla era idéntica a Clavileño. Adams amplió la zona en que debería estar escrito su nombre. Al principio no comprendió lo que veía, pero al darse cuenta de que lo que había escrito era como la imagen en un espejo del nombre de su propia astronave, sintió que un escalofrío le recorría el cuer­po.

"Antimateria'' musitó; y una intensa palidez cubrió su rostro.

Él y todos los que con él habian intervenido en la preparación del viaje del Clavileño sabían muy bien que a cada átomo de materia correspondía un átomo de antimateria; a cada protón, un antiprotón; a cada electrón, un antielectrón; a cada estre­lla, una antiestrella; a la tierra, una antitierra... Lo que no habían imaginado era que en la antitierra hubiera podido evolucionar la vida de forma tan idéntica a como lo hizo en la Tierra como para que también ellos hubieran lanzado una astronave al espacio para dar la vuelta al tiempo.

La materia y la antimateria fueron creadas en el mismo instante, y desde entonces fueron alejándose una de otra no solo en el espacio, sino también en el tiempo, una en el sentido positivo y otra en el negativo. Al ser el espacio y el tiempo finitos y cerrados, materia y antimateria debían volver a encontrarse en el mismo sitio en el ins­tante cero, desapareciendo la una en la otra y produciendo la inmensa energía necesa­ria para que hubiese nuevamente una nueva creación.

Adams sabía todo esto y era por ello que su astronave había sido dirigida al punto más alejado del universo, a fin de que la gran colisión no le afectase. Pero no habían contado con que también los antihombres habían enviado allí un antiClavile­ño. Y si materia y antimateria eran tan exactamente simétricas, el problema no tenía solución ya que, hiciese él lo que hiciese, el anti‑Adams haría exactamente lo mismo y la colisión sería inevitable.

De repente Adams sonrió: "Puedes volver a hibernar. No hay ningún peligro".

Y efectivamente, no lo había: era evidente que para él no había llegado aún la hora cero. Luego para el ocupante del antiClavileño, para el que el tiempo transcurría en sentido inverso, la hora cero ya había pasado. Y no había habido coli­sión, puesto que seguía intacto.

Adams sintió el ligero mareo de la hibernación. Nuevamente, en la panta­lla, la velocidad con que se acercaba la otra astronave aumentó hasta que finalmente pasó por su lado y se alejó.

Adams suspiró aliviado. La materia y la antimateria eran perfectamente simétricas, pero no el espíritu de sus hombres: los antihombres habían equivocado ligeramente el cálculo de la hora cero; lo suficiente como para evitar la colisión.

De repente un blanco fulgurante inundó el universo. Pero fue un solo instante: el instante en que sonó la hora cero.

Roberta Evans suspiró aliviada. La hora cero había pasado y no había ni rastro del antiClavileño que los científicos deterministas habían pronosticado que se estreIlaría contra eIla .

"Astronave a estribor" dijo la voz dulzona del monitor.

Roberta miró la pantalla y enfocó el nombre de la astronave: era el antiClavileño. Por un momento quedó perpleja, luego se echó a reir al pensar que los deter­ministas casi tenían razón.

El antiClavileño se acercó, pasó y se alejó rápidamente en la negrura del universo .

"Gracias a Dios", pensó Roberta ''el pequeño error que ha cometido en su trayectoria ha hecho que no choquemos"

Y sentándose ante el terminal orquestal de la calculadora se puso a tradu­cir en sonidos sus impresiones sobre el momento cumbre del viaje, mientras un robot con apariencia de esclava al estilo de "Lo que el viento se llevó" le servía un daikiri de plátano.


Imagen tomada del blog "Ínsula Barañaria"


martes, 6 de diciembre de 2011

La Toscana en Otoño

A principios de Noviembre estuvimos, Aurora y yo, disfrutando de los vinos, de los quesos, de los rissottos, del arte y de los paisajes de la Toscana. No podemos compartir con vosotros por internet ni los vinos, ni los quesos, ni los rissottos. Y en los museos no se pueden hacer fotos. Así que compartiremos solo algunos paisajes de la Toscana en Otoño. 


























jueves, 1 de diciembre de 2011

El vendedor de recuerdos

Todos los sábados por la mañana se celebra un mercadillo en la zona del Centro Plaza y de la plaza de toros de Nueva Andalucía. Hay puestos de zapatos, de ropa playera, de flores, de cerámica, de alfombras, de bisutería , de bolsos … Casi como en los otros mercadillos. El de los lunes en Las Albarizas, y el de los jueves en San Pedro. Pero no hay puestos de verduras y de frutas como en esos . En su lugar hay puestos de antigüedades,  de sombreros de señora para bodas, de pintores, de elaboradas artesanías…

Cuando voy en verano a Marbella suelo dar una vuelta  el primer sábado por ese mercadillo para ver si encuentro algo interesante y para comprar algunas flores que adornen la terraza del apartamento: unas alegrías, unas campánulas, un jazmín…

El sábado pasado, cuando fui, me paré ante un entoldado que me llamó la atención porque, aparte de un hombre sentado en una silla, no había absolutamente nada más. El hombre, que miraba hacia el suelo, lucía zapatos blancos, pantalón blanco, camisa blanca, pelo cano y, cubriendolo, un panamá (naturalmente, blanco).

Iba a irme, cuando el hombre levantó la vista (unos ojos intensamente azules) y me dijo:

- Se está Usted preguntando que es lo que vendo ¿no es cierto?

Tenía  un acento claramente sudamericano, pero no conseguí detectar de que país concreto.

- Si – contesté - ¿Qué vende?

- Recuerdos. – dijo.

- ¿Recuerdos?... ¿Souvenirs?

- No, no. ¿Souvenirs? ¿Muñequitas vestidas de gitana?... No, no ,no. Vendo recuerdos. Recuerdos. – repitió señalándose la frente con el índice.

- ¡Ah! – creí comprender – Vende Usted sus recuerdos.

- No, no. No son mis recuerdos. Son simplemente recuerdos que, al vendérselos, pasan a ser suyos.

La verdad es que la idea me pareció bastante absurda, pero al menos era original.

- ¿Y cuanto cuesta un recuerdo?

- ¡Oh! Los hay de precios muy distintos. El más barato cuesta un euro, y el más caro, mil. Depende del tipo de recuerdo. Los de un euro son recuerdos vergonzosos, de esos que con solo recordarlos cualquiera enrojecería de vergüenza. Los de mil son recuerdos gloriosos, capaces de hacerte sentir el hombre más importante del planeta.

- ¿Qué clase de recuerdos vende por diez euros?

- Recuerdos intrascendentes, poco importantes, que lo mismo da recordarlos que no.

- ¿Y por veinte?

- Recuerdos simpáticos, amables, … incluso algo poéticos…

- Dígame, por ejemplo, un recuerdo de veinte euros.

- Primero tiene que pagar.  
      
Menuda cara tiene este tío, pensé.

- ¿Qué le pague sin haber visto la mercancía?

- Sin haberla oido, por supuesto. En cuanto se lo diga el recuerdo pasa a ser suyo. No hay devolución posible. Además siempre hay graciosos que se niegan luego a pagar porque consideran una tontería pagar por un recuerdo que es suyo.

- Pues tendrá Usted pocos clientes. – aventuré.

- Si. Realmente tengo muy pocos. Pero cada sábado tengo siempre al menos uno que me compra un recuerdo de mil euros.

Me eché a reir convencido de que hablaba de farol, pero me dio pena y le di un billete de veinte euros.

- ¿Se acuerda del día en que, paseando por el parque, se posó en su hombro un colibrí y le silbó al oido una preciosa melodía?

- Claro que me acuerdo – contesté - ¿Y?

- ¿No le parece un hermoso recuerdo por solo viente euros? 

- Pero ese es un recuerdo mío… ¿Por qué había de pagarle por un recuerdo que, al fin y al cabo, es mío?

- ¿Lo ve? – me dijo – Si lo hubieramos dejado para después, seguramente no me habría pagado.

- Por supuesto. ¡Menuda tontería! – dije dando media vuelta y marchándome indignado.

Pero… ¿Cómo sabía él que un colibrí me había silbado al oido cuando paseaba por el parque?... ¿Por qué parque?¿Por el parque de Retiro?... En Madrid no hay colibrís… a menos que, muy improbablemente, se tratara de un colibrí escapado de una jaula…

Me volví al entoldado del hombre de blanco.

- ¿En que parque me silbó el colibrí al oido? – pregunté.

- Ese es un recuerdo de diez euros. – contestó.

- ¿De diez euros?

- Si. Es un recuerdo intrascendente. ¿Qué más da si fue en uno u otro parque? Lo importante es que un colibrí le silbó en el oído.

Le di los diez euros.

- Fue en Ciudad de México. En el Bosque de Chapultepec.

- ¡Ah, es verdad! Fue en el Bosque de Chapultepec.

Y di media vuelta y me volví a marchar.

Hacia ya unos treinta años que había estado en México dictando un curso sobre bases de datos en el CEMLA, el Centro de Estudios Monetarios Latinoamericano, y recuerdo haber pasado en coche, con un amigo del Banco de México, un par de veces por el Bosque de Chapultepec, a la ida o quizás a la vuelta de alguna de las numerosas excursiones a las que, como buen anfitrión, me llevó mi amigo. Hacía ya treinta años. Quizás por eso había olvidado hasta hoy al colibrí que me silbó al oido.

Claro que el día del colibrí no era uno de los días en que iba en coche. Tenía que estar paseando a pie por el parque…  ¿Y que hacía yo paseando por el Bosque de Chapultepec? ¿Estaba quizás en el camino entra la sede del CEMLA y la zona rosa, que es donde estaba el apartotel donde me alojaba? No recuerdo la geografía de Ciudad de México, pero lo dudo… No creo que fuera nunca andando al CEMLA. Tampoco estaba de camino al Zócalo… ¿Quizás de camino al Museo Arqueológico?...

Volví al entoldado del hombre de blanco.

-¿Qué hacía yo en el Bosque de Chapultepec?

- Para eso tengo dos recuerdos. El mejor es uno de mil euros.

- ¡Ni hablar! Dígame el otro.

- El otro es un recuerdo de solo un euro.

Me llevé la mano al bolsillo, pero entonces recordé: los recuerdos de un euro son los que te hacen enrojecer de vergüenza al recordarlos.

Menudo timo, pensé. Si cree que voy a darle mil euros, puede seguir esperando sentado.

Di nuevamente media vuelta. Me fui al puesto de las flores. Compré unas cuantas, y las trasplanté a las jardineras de la terraza.

¡Qué idiotez! Si el motivo de ir al Bosque de Chapultepec fuera tan glorioso como prometen los recuerdos de mil euros, sería imposible que se me hubiera olvidado.

Sería quizás un motivo vergonzoso. Ligeramente vergonzoso, supongo. Si era vergonzoso tendría sentido que la mente hiciera que inconscientemente me olvidara de él.

En todo caso no creo que fuera tan tremendo que me hiciera enrojecer de vergüenza al recordarlo… ¿O sí?

¿Recuerdo vergonzoso o recuerdo glorioso?

Parece una tontería, pero llevo tres días dándole vueltas al asunto. Incluso apenas he dormido sus tres noches. Así que he tomado una decisión: el próximo sábado me acercaré por una respuesta al entoldado del hombre de blanco.

Por supuesto, le daré mil euros. No tengo la intención de pasarme avergonzado el resto de mi vida.    


Foto tomada del blog "El mundo animal".