miércoles, 20 de noviembre de 2013

La Escuela Francesa

A la Escuela Francesa de Sevilla íbamos niños y niñas, pero, salvo para los pequeños, era como dos escuelas separadas. Los niños mayores de diez años entraban por la puerta principal y tenían el recreo en el patio. Los menores, junto con las niñas, entrabamos por una puerta lateral y jugábamos en el jardín interior.

De esa primera etapa recuerdo a dos profesoras, Mademoiselle Zoé, alta y mandona, y Mademoiselle Jeanne, dulce y con el pelo blanco. Ellas nos enseñaron   todo lo necesario para superar, a los diez años, el ingreso en el bachillerato de entonces, y también nuestro primer francés, salpicado de canciones populares como "Sur le pont d'Avignon", "Mon beau sapin", "En passant par la Lorraine", "Pierrot de la lune", "Frère Jacques" y la que más me gustaba: "Auprès de ma blonde".

Mademoiselle Jeanne me llamaba "mon petit Beethoven", no porque cantara bien, sino porque empecé a estudiar solfeo. Mi madre no tenía mucho interés en que lo hiciera: Temía que siguiera los pasos de mi tío Felipe, a quien no le fue muy bien, por culpa de haberse encargado de las emisiones de música clásica en una emisora de la zona roja durante la guerra civil, y que murió joven, cuando yo cumplía seis años. Pero descubrí que había una profesora de música casi enfrente del colegio y, como era muy cabezón, mi madre terminó cediendo.

Superado el ingreso, empezábamos a cursar simultáneamente el bachillerato español y el "baccalauréat" francés, dando unas clases en un idioma y otras en el otro. La historia, por ejemplo, la dábamos en francés. El libro, francés, cuando hablaba de las guerras entre Carlos V y Francisco I, decía que este había ganado la  importantísima batalla de Marignano y, en una referencia con letra pequeña a pie de página, añadía "aunque luego perdió la batalla de Pavía". Por supuesto no mencionaba que con motivo de esa batalla, Carlos V lo retuvo prisionero una temporada en Madrid.

El profesor de francés de primero se llamaba como yo, y tenía unas orejas enormes. A nosotros nos parecía divertidísimo decir "¿Que es viento?... Las orejas de Don Florentino en movimiento". El de segundo no recuerdo como se llamaba, pero tenía las cejas negras y el pelo rubio, de lo que nosotros deducíamos, no sé si acertadamente, que era mariquita. Aquel año instalaron los primeros semáforos en Sevilla, y nos encargó que hiciéramos una redacción sobre el tema. Como yo no me molesté en ir a ver los semáforos, escribí lo que seguramente fue mi primer cuento de ciencia-ficción.

Por la mañana, cuando llegábamos al colegio, lo primero que hacíamos era formar todos en el patio y cantar el himno nacional, el  "Cara al sol", brazo en alto, y un himno en honor de "Jeanne d'Arc, la Pucelle". Supongo que Monsieur Fité, el director, hubiera preferido que cantáramos "La  Marsellesa", pero eso debía ser impensable.

Mis mejores amigos en el colegio eran los hermanos Vadillo, hijos del profesor de matemáticas, que vivían en Triana, y Pepito Real, hijo del de latín y vecino mío en la casa de Alhóndiga 33. También recuerdo a otro, Lafita,  que estaba muy orgulloso porque la fuente que está delante de la Giralda era obra de su padre. Claro que yo estaba muy orgulloso porque el pantano del Tranco, cuya foto aparecía en nuestros libros de texto (y que se empezó a construir antes de la guerra y era el motivo por el que yo nací en Úbeda) era obra del mio. 

Tercero de bachillerato no lo cursé ya en la Escuela Francesa. Mis hermanos mayores ya habían acabado allí el bachillerato y mi padre decidió cambiarme de colegio.

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