La casa de Alhóndiga 33 había
sido, antes de la guerra, una vivienda unifamiliar de tres plantas, con un
amplio patio que había que atravesar
para acceder a los pisos superiores. La puerta exterior de madera se abría a un portal en cuyo lado opuesto una cancela
de hierro forjado dejaba ver las columnas del patio, el alicatado a media
altura de sus paredes y las puertas de algunas habitaciones del piso bajo
donde vivía la viuda de un médico del que
aún se conservaba, sin uso, su consulta.
Mi padre había alquilado el
primer piso (entonces se decía "el principal"), mientras que el piso
superior (el "primero") estaba dividido en dos. En una parte vivían
los dueños de la casa, Don Germán y Doña Norberta, y en la otra, su hija Doña
Marcelina con su esposo Don José Real y sus hijos. También estaba allí el
dormitorio de mis hermanas, al que se accedía desde nuestro piso por una
escalerilla interior que subía después hasta al dormitorio del servicio, que
daba a su vez a la terraza.
Don José Real era profesor de
latín en la Escuela Francesa, donde fuimos a estudiar, primero mis hermanos mayores, y luego yo,
pero el personaje que a mí me inspiraba más respeto era Don Germán, no tanto,
por su aspecto siempre serio, como porque tenía una buena colección de libros
llenos de anotaciones manuscritas en sus márgenes y entre líneas, cosa que me
parecía inapropiado porque mi padre no hacía eso con los suyos. También me parecía inapropiado que utilizase piezas del Meccano, que yo había heredado de mi hermano Enrique, para hacer pequeños arreglos en sus muebles y en la casa.
La viuda del bajo era casi
invisible, siempre refugiada en las habitaciones más interiores de su
casa. A Doña Norberta, con su pelo recogido atrás en un moño, la recuerdo
siempre silenciosa y a Doña Marcelina, siempre alegre (salvo cuando tenía que pagar el alquiler a su padre). Pero, claro está, a quienes más recuerdo es a quienes
fueron mis compañeros de juegos desde los cuatro a los trece años.
Rebusco entre las viejas fotos
familiares y solo encuentro una, un poco ajada, en la que aparecen mis amigos
de Alhóndiga 33. Está hecha en la terraza que tantas veces se convirtió en
extensa pradera donde luchar contra los apaches, y puede verse en ella, al
fondo, a Doña Norberta, apoyada en la barandilla
del patio central de la casa:
A la izquierda está mi hermana
María Luisa, y a su lado, Luisito Herrera. Luisito era hijo de un compañero de
mi padre y vivía en la calle Sierpes, pero venía a veces a casa, y yo alguna
vez fui a la suya a ver las procesiones de Semana Santa. Tenían una
reproducción de "La piconera" de Romero de Torres, y su madre decía
que ella había sido la modelo. Pero yo nunca la creí, a pesar de que se
parecía.
El siguiente en la fila de atrás
soy yo, y después y delante aparecen los
cuatro hijos que entonces tenían Don José y Doña Marcelina: Pepito, Carmen,
Tere y Pili. Carmen era de mi edad, y Pepito, un año mayor. Como era mayor, descubrió antes que yo que los
Reyes Magos eran los padres. Y me lo dijo. Yo solo tenía seis años y me pareció
inconcebible que aquello fuese verdad: mis padres no tenían dinero como para
comprar tantos juguetes como nos traían los Magos. Claro que a mí, hasta la simple peonza que silbaba al girar, me parecía que debía
costar una fortuna. ¡Y ese año había pedido yo un caballo!...
No obstante, sembrada la duda,
no tuve más remedio que investigar. ¿Donde podían estar escondidos los juguetes? Solo había un
sitio posible: una habitación-trastero, bajo la escalerilla que subía al cuarto
de mis hermanas, que siempre estaba cerrada.
Como tenía un ventanuco-respiradero que daba a la escalera, me aposté junto a él y,
cuando entraron y encendieron la luz, comprobé con pesar que allí estaba, silencioso, mi
caballo.
Mi hermana y Luisito no solían
jugar con nosotros (eran mayores) salvo a algunos juegos de mesa: la brisca, la escoba, el
ahorcado, los barcos,... y sobre todo al palé (el monopoly) con sus
interminables partidas, que aborrecí cuando empecé a tener pesadillas en las
que yo siempre caía en las calles, llenas de hoteles, de los demás mientras que
ellos siempre esquivaban las mías.
El trío formado por Carmen,
Pepito y yo se completaba frecuentemente con uno de sus primos, que no recuerdo
si también se llamaba José. Siempre hacía de malo: de cuatrero, de ladrón, de
indio (en aquella época los indios siempre eran malos)... Incluso cuando
organizábamos una función de teatro le tocaban siempre los papeles más
ingratos. En Alí Babá y los cuarenta ladrones él era Cassín, el primo envidioso. Yo era, por supuesto, Alí Babá;
Pepito era el jefe de los ladrones, y Carmen era la fiel esclava que los
descubre. Los cuarenta ladrones eran Tere, Pili y mi hermano Felipe, algo menor
que ellas, que entraban en la cueva (las cortinas de la sala se abrían al decir
"sésamo ábrete"), y volvían a aparecer una y otra vez dando la vuelta
tras ellas.
También editábamos un periódico
(de aparición irregular) con chistes, noticias, jeroglíficos y crucigramas que,
suponíamos que, al igual que el teatro, debían interesar a nuestros mayores. Pero
Alhóndiga 33 se acabó para mí cuando, en tercero de bachillerato (que
se empezaba con diez años y duraba siete), cambié de colegio y nos mudamos a la
casa que mi padre había hecho en el barrio de El Porvenir.
Cuenta más de estas, a mi me encantan.
ResponderEliminarSí! Cuenta más!
ResponderEliminarFloren,tus batallitas son muy entretenidas y divertidas,podias escribir un libro venderias mas que´¨ el tiempo entre costuras¨
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