jueves, 10 de octubre de 2013

La casa de Alhóndiga 33

La casa de Alhóndiga 33 había sido, antes de la guerra, una vivienda unifamiliar de tres plantas, con un amplio patio  que había que atravesar para acceder a los pisos superiores. La puerta exterior de madera se abría a un portal en cuyo lado opuesto una cancela de hierro forjado dejaba ver las columnas del patio, el alicatado a media altura de sus paredes y las puertas de algunas habitaciones del piso bajo donde vivía la viuda de un médico del que aún se conservaba, sin uso, su consulta.  

Mi padre había alquilado el primer piso (entonces se decía "el principal"), mientras que el piso superior (el "primero") estaba dividido en dos. En una parte vivían los dueños de la casa, Don Germán y Doña Norberta, y en la otra, su hija Doña Marcelina con su esposo Don José Real y sus hijos. También estaba allí el dormitorio de mis hermanas, al que se accedía desde nuestro piso por una escalerilla interior que subía después hasta al dormitorio del servicio, que daba a su vez a la terraza.

Don José Real era profesor de latín en la Escuela Francesa, donde fuimos a estudiar,  primero mis hermanos mayores, y luego yo, pero el personaje que a mí me inspiraba más respeto era Don Germán, no tanto, por su aspecto siempre serio, como porque tenía una buena colección de libros llenos de anotaciones manuscritas en sus márgenes y entre líneas, cosa que me parecía inapropiado porque mi padre no hacía eso con los suyos. También me parecía inapropiado que utilizase piezas del Meccano, que yo había heredado de mi hermano Enrique, para hacer pequeños arreglos en sus muebles y en la casa.

La viuda del bajo era casi invisible, siempre refugiada en las habitaciones más interiores de su casa. A Doña Norberta, con su pelo recogido atrás en un moño, la recuerdo siempre silenciosa y a Doña Marcelina, siempre alegre (salvo cuando tenía que pagar el alquiler a su padre). Pero, claro está, a quienes más recuerdo es a quienes fueron mis compañeros de juegos desde los cuatro a los trece años.

Rebusco entre las viejas fotos familiares y solo encuentro una, un poco ajada, en la que aparecen mis amigos de Alhóndiga 33. Está hecha en la terraza que tantas veces se convirtió en extensa pradera donde luchar contra los apaches, y puede verse en ella, al fondo, a  Doña Norberta, apoyada en la barandilla del patio central de la casa:


A la izquierda está mi hermana María Luisa, y a su lado, Luisito Herrera. Luisito era hijo de un compañero de mi padre y vivía en la calle Sierpes, pero venía a veces a casa, y yo alguna vez fui a la suya a ver las procesiones de Semana Santa. Tenían una reproducción de "La piconera" de Romero de Torres, y su madre decía que ella había sido la modelo. Pero yo nunca la creí, a pesar de que se parecía. 
    
El siguiente en la fila de atrás soy yo,  y después y delante aparecen los cuatro hijos que entonces tenían Don José y Doña Marcelina: Pepito, Carmen, Tere y Pili. Carmen era de mi edad, y Pepito, un año mayor.  Como era mayor, descubrió antes que yo que los Reyes Magos eran los padres. Y me lo dijo. Yo solo tenía seis años y me pareció inconcebible que aquello fuese verdad: mis padres no tenían dinero como para comprar tantos juguetes como nos traían los Magos. Claro que a mí, hasta la simple peonza que silbaba al girar, me parecía que debía costar una fortuna. ¡Y ese año había pedido yo un caballo!...

No obstante, sembrada la duda, no tuve más remedio que investigar. ¿Donde podían estar escondidos los juguetes? Solo había un sitio posible: una habitación-trastero, bajo la escalerilla que subía al cuarto de mis hermanas, que siempre estaba cerrada.  Como tenía un ventanuco-respiradero que daba a la escalera, me aposté junto a él y, cuando entraron y encendieron la luz, comprobé con pesar que allí estaba, silencioso, mi caballo.  

Mi hermana y Luisito no solían jugar con nosotros (eran mayores) salvo a algunos juegos de mesa: la brisca, la escoba, el ahorcado, los barcos,... y sobre todo al palé (el monopoly) con sus interminables partidas, que aborrecí cuando empecé a tener pesadillas en las que yo siempre caía en las calles, llenas de hoteles, de los demás mientras que ellos siempre esquivaban las mías.
    
El trío formado por Carmen, Pepito y yo se completaba frecuentemente con uno de sus primos, que no recuerdo si también se llamaba José. Siempre hacía de malo: de cuatrero, de ladrón, de indio (en aquella época los indios siempre eran malos)... Incluso cuando organizábamos una función de teatro le tocaban siempre los papeles más ingratos. En Alí Babá y los cuarenta ladrones él era Cassín, el primo  envidioso. Yo era, por supuesto, Alí Babá; Pepito era el jefe de los ladrones, y Carmen era la fiel esclava que los descubre. Los cuarenta ladrones eran Tere, Pili y mi hermano Felipe, algo menor que ellas, que entraban en la cueva (las cortinas de la sala se abrían al decir "sésamo ábrete"), y volvían a aparecer una y otra vez dando la vuelta tras ellas.

También editábamos un periódico (de aparición irregular) con chistes, noticias, jeroglíficos y crucigramas que, suponíamos que, al igual que el teatro, debían interesar a nuestros mayores. Pero Alhóndiga 33 se acabó para mí cuando, en tercero de bachillerato (que se empezaba con diez años y duraba siete), cambié de colegio y nos mudamos a la casa que mi padre había hecho en el barrio de El Porvenir. 

3 comentarios:

  1. Cuenta más de estas, a mi me encantan.

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  2. Floren,tus batallitas son muy entretenidas y divertidas,podias escribir un libro venderias mas que´¨ el tiempo entre costuras¨

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