domingo, 10 de marzo de 2013

Una historia inconfesable


Yo he vivido varios años en Marte. Fui allí Cuando comenzó la fiebre de los diamantes, y me volví a la tierra cuando los que había extraído de sus secos canales fueron suficientes como para asegurarme una vida tranquila para el resto de mis días.
Cuando volví, los viajes a Marte eran todavía extremada­mente caros, por lo que saqué un billete de tercera y hube de com­partir mi cabina con un tal Murchinson y un tal Prevert, que viaja­ba con su hija de catorce años.
Yo ocupaba la litera de abajo, Murchinson la de en medio, y Prevert y su hija, la de arriba.
Cuando yo llegué a Marte, la mujer de Prevert había ya muerto, y la taberna que él regentaba marchaba viento en popa. Era el sitio donde los buscadores de diamantes nos reuníamos para jugar y beber, y una copa del tinto más corriente de la Tierra costaba allí cien veces más de lo que podía justificarse, aún te­niendo en cuenta el elevado coste del transporte. Ahora volvía a la Tierra con su fortuna hecha, no porque no le hubiese gustado aumentarla aún más, sino porque su hija había llegado a una edad peligro­sa: dada la escasez de mujeres en Marte, una niña, incluso menos desarrollada que ella, era realmente un manjar apetecible. Padre e hija dor­mían en la misma litera, no sé si por ahorrar dinero en el viaje o por tenerla más vigilada hasta llegar a la Tierra.
Murchinson era un homosexual declarado. Uno de tantos ho­mosexuales que no necesitaron trabajar en los canales para volver a la Tierra más cargados de diamantes de lo que íbamos cualquiera de nosotros.
Estaba yo un día en la sala de juegos de la astronave, cuando se acercó a mi Murchinson y me dijo, cogiendo unos dados y lanzándolos sobre la mesa:
‑ ¿Jugamos?
Por un momento estuve tentado de mandarlo al infierno, tan­to me asqueaba aquel degenerado. Luego recordé que a él nunca le había visto jugar y pensé que, si me había preguntado, era para tener ocasión de acercarse a mi. ¿Por qué no aprovecharme de él, haciéndole jugar a un juego en el que sin duda era inexperto, y aumentar así mi fortuna con alguno de sus mal ganados diamantes?
‑ ¿Por qué no? ‑ le contesté.
No voy a relatar aquí como fue el juego, ni las inciden­cias que se fueron sucediendo con variable fortuna. Solo diré que, arrastrado por los dados, cuando quise darme cuenta había perdido casi todos mis diamantes.
Murchinson me miraba con ojos hambrientos.
- Lo siento ‑ le dije ‑ no puedo seguir jugando. He per­dido ya todo mi dinero.
- ¿De veras?
‑ De veras. Es cierto.
A medida que me iba dando cuenta de lo que había hecho, la ira contra mi mismo se iba acumulando en mi pecho y los ojos se me pusieron rojos, a punto de llorar.
Murchinson se echó a reir.
- ¡Aquí quería yo tenerte! ¡Aquí quería yo tenerte!... ¿Te gustaría recuperar tu dinero? - me dijo cogiendo entre sus manos mi mano derecha.
Instintivamente retiré mi mano y le miré horrorizado a la cara. Todo él, su rostro, su sonrisa, el brillo de sus ojos, me pareció diabólico. Durante un rato le miré fascinado en silencio. Luego, bajando los ojos, murmuré un sí casi sin voz alguna, mien­tras le dejaba que volviera a coger mi mano sin resistencia.
Compréndanme, señores. ¿Que otra cosa podía yo hacer, no quedándome ni siquiera el dinero suficiente para volver otra vez a Marte a buscar más diamantes?
‑ Bueno, si quieres recuperar tu dinero, te será muy senci­llo. Desde que te vi por primera vez en la taberna de Prevert he hecho todo lo posible porque te fijaras en mi y me compraras al menos por una noche. Siempre me has despreciado. ¿Quien iba a decir que seria yo quien había de pagar porque vinieras a mi lado?
‑ Eres un tipo asqueroso ‑ le dije.
‑ Encanto, ‑ me contestó Murchinson ‑ quede bien entendido que la deuda queda saldada si te comportas conmigo esta noche como si realmente me quisieras. Si piensas darme una mala noche, no hay trato.
‑ Estás loco, Murchinson, ¿como vamos a hacer, estando Prevert y su hija encima?.
‑ Es muy sencillo. Basta con no hacer ruido. La chica se acuesta pronto, y cuando nosotros entremos estará dormida, como siempre. Nunca encendemos las luces, así que entraré yo y me acos­taré en tu litera, poniendo previamente la almohada de la mía como si fuese yo. Me acurrucaré al fondo de la tuya de forma que, como las literas son muy bajas, Prevert no podrá verme aunque encienda la luz. Le dejas entrar a él primero para no despertar sospechas, y luego entras tú, te acuestas conmigo y, para mayor seguridad, esperamos a que Prevert se haya dormido. Al final, yo saldré como para ir al lavabo y volveré para acostarme en mi cama. Así no nota­rán nada.
Después de cenar, la chica de Prevert se fue inmediatamente a la cama, como estaba previsto, y media hora más tarde, Murchinson. Yo me quedé maldiciendo a mi suerte y lanzando los dados contra la mesa, tratando de comprender como era posible la racha de mala suerte que había tenido.
‑¡Hola!,¿jugamos? ‑ era Prevert.
Me quedé mirándole boquiabierto. ¿Jugar a los dados con Prevert? ¡Magnífico! Mi mala racha no podía continuar; las pruebas que acababa de hacer lo demostraban. Bastaría con que le ganara lo suficiente como para volver a Marte, pagándole a Murchinson lo que le debía sin más compromisos.
- ¡Vale!
Y jugamos. Cada vez que lo pienso me parece más inconcebible mi mala pata. Por segunda vez en aquel día había per­dido toda mi fortuna.
‑¿Que te ocurre? ‑ me preguntó Prevert ‑ Parece que tienes mala cara.
‑ No es nada. No es nada...
‑ Has perdido mucho dinero. ¿Te queda bastante?. ¿Quieres seguir jugando para intentar recuperarlo?
‑ No. No puedo. Ya no me queda nada.
‑¿Nada?. Vaya, hombre, lo siento. De veras que lo siento, pero el juego es el juego.
¡Cielo santo! No solo tendría que acostarme con Murchinson, sino que además me quedaba sin dinero. Estaba confuso. No sabía que hacer.
-Quizás pudiera ayudarte, ‑ me dijo Prevert ‑ si haces un trato conmigo...
‑¿Que clase de trato?
- Ante todo me tienes que prometer que no dirás nunca nada de esto. Como si nunca hubiera ocurrido.
‑Prometido.
Prévert guardó silencio durante un buen rato. Luego dijo:
‑ Tu sabes que solo ha habido una mujer en mi vida y que yo la quería muchísimo. La quería hasta tal punto que el día en que descubrí que me engañaba, la maté.
Miré a Prevert sorprendido.
- Si, la maté. La maté yo. Hay muchas formas de asesinar en Marte que se pueden fácilmente achacar a un descuido... Pero no es esto lo que interesa ahora... Desde entonces sentí aversión por todos los que frecuentaban mi taberna. Si me había engañado con uno, ¿Quién me decía que no me había engañado con todos?... Entonces llegaste tú. Por contraste, me caíste simpático, y, siempre que venías, te observaba. Cuando reías, parecía que mi taberna se iluminaba. He observado tantas veces como jugabas, que sé perfecta­mente como reaccionas a cada jugada; quizás por eso he podido hoy ganarte... Hasta que un día me di cuenta de que te amaba.
Le miré sorprendido y apenado.
‑ Si. He estado ocultando mi amor durante casi dos años a causa de mi hija. Jamás te he dicho ni te he insinuado nada... pero ahora ya es demasiado; ya no puedo más. Llevamos diez días durmiendo en el mismo cuarto y no puedo pegar ojo, de ansias que tengo de saltar de mi litera y bajar a la tuya y besarte. Cubrir­te de besos y abrazarte. De ansias de que seas mío. ¡Mío!.
Durante unos instantes guardó silencio, con sus ojos cla­vados en los míos.
‑ Si quieres que te perdone tu deuda, acuéstate esta noche conmigo. Déjame que te abrace y te bese. Déjame...
‑ ¡Vale, vale! De acuerdo.
‑ Ve a acostarte ahora. Asegúrate de que Murchinson y mi hija duermen. Si no es así vuelve a salir, que yo entraré si veo que no sales.
Asentí en silencio y entré en la cabina. Me desnudé en la oscuridad y subí a acostarme en la litera de arriba, para que Mur­chinson creyera que era Prevert. Puse buen cuidado de que la chi­ca no se despertara, pero no debía de estar muy dormida, porque se recostó contra mi, echándome un brazo por encima y murmurando en­tre dientes:
‑ Papá...
Le puse un dedo en la boca y la apreté contra mi pecho para que se callara, ya que en ese momento entraba verdaderamente su padre.
Le oí desnudarse, y cómo se acostó en mi cama. Luego comen­zó a oírse levemente el suave roce de sus caricias.
Apreté aún más a la hija de Prevert contra mi pecho. Casi sin darme cuenta empecé yo también a acariciarla. Ella, al princi­pio, se dejó hacer, pensando sin duda que se trataba de caricias paternales; pero la cosa debió de gustarle, porque al poco rato me acariciaba y me besaba ella a mi con tanto o más entusiasmo que yo.
... Compréndanme, señores. La chica era demasiado joven, pero realmente guapa. Rubia, con ojos negros como la noche del espacio. Su piel, suave... ¿Que podía yo hacer, teniéndola como la tenía entre mis brazos?
Al cabo de un buen rato oí como Prevert se levantaba y salía al lavabo silenciosamente. Para que Murchinson no sospecha­ra nada, bajé yo también de la litera y salí al pasillo. Dejé transcurrir unos segundos y volví a entrar antes de que Prevert volviera. Me senté en mi litera y le dije a Murchinson:
‑¿Satisfecho?
‑ Satisfecho.
‑ Sube entonces a tu litera antes de que vuelva Prevert.
Murchinson se subió, y poco después entró el otro y se acostó en su litera con un gruñido de satisfacción.
‑ Estaba casi dormido cuando oí a Prevert gritar de repente:
‑ ¿Que dices?
‑ Hazlo otra vez, papá ‑ dijo su hija ‑ Hazlo otra vez, que me gustó mucho.
Hubo un silencio sepulcral dlurante el que pude imaginar perfectamente lo que la hija estaba haciéndole a su padre.
Prevert lanzó un grito desgarrador y bajó de un salto de su cama, encendió la luz y, arrancando a Murchinson de la suya, comenzó a aporrearle violentamente mientras gritaba sin cesar:
‑¡Cerdo! ¡Víbora asquerosa! iCorruptor de menores!... ¡Mi hija!,¡Mi pobre hija!... ¡Bestia inmunda!...
Cuando llegó el capitán y logramos que Prevert lo soltara, Murchinson estaba ya muerto.
A Prevert lo encerraron en el calabozo para que fuera juzgado al llegar a tierra. Murchinson fue incinerado, y sus ce­nizas lanzadas al espacio. Y yo pasé el resto del viaje solo en la cabina... con la chica, claro.

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