miércoles, 20 de marzo de 2013

Cuentos de Saturno

Una cuñada mía, que tiene muy mala leche, dice que desde que existe el Word hasta el tonto del pueblo tiene escrito un libro. Creo que sospecha que yo he escrito uno. Y lo he hecho, pero sin Word. Los "Cuentos de Saturno" los escribí entre 1969 y 1974 con la máquina de escribir Hermes Baby que me regaló mi padre y que aún conserva una hija mía. Por entonces no es que no existiera el Word, es que aún no había PCs.

A imitación de los "Cuentos de Canterbury" de Chaucer, imaginé que se los contaban entre sí un grupo de viajeros. Los diez cuentos de la colección ya los he publicado en este blog. En esta entrada lo que he hecho es incluir la introducción y los comentarios que hacen los viajeros a cada uno de los cuentos, y, en el lugar de estos, unos simples enlaces a las entradas en que los publiqué.


El que estos cuentos tengan unos cuarenta años se nota. Sobre todo cuando hablo de ordenadores. Pero he preferido no modificarlos. Salvo un par, que fueron publicados en su día, los cuentos solo  habían sido leídos por algunos amigos. Siempre me han dicho que no están mal de todo. Amigos. El más sincero me dijo que los “esquemas” no estaban mal; que se los volviera a dejar cuando les hubiera puesto la chicha.

La excusa para que sean tan esquemáticos es que, cuando los escribí, la intención era realmente que fueran esquemas para un tebeo (ahora se llaman “comics”). No es que yo dibuje. Dibujo bastante peor que escribo. Es que lo que me hubiera gustado es que varios dibujantes, adoptando cada uno a uno de los personajes que cuentan las historias, las hubieran dibujado. Cada cual con su estilo.

Uno de los cuentos ya publicados es “La tesis”, como ya conté cuando lo incluí en este blog. El otro se llama “El coleccionista”. La idea original era que lo que coleccionaba la protagonista fueran las planchas del propio tebeo en que se deberían plasmar los “Cuentos de Saturno”. Y aprovechar para incluir en el cuento una semblanza de sus autores. Pero cuando Abel Martín, un amigo pintor, me pidió un texto introductorio para una colección de serigrafías que estaba preparando, reutilicé el cuento, escribiendo en la parte que seguía en blanco una breve descripción de las obras. Las serigrafías, cuento incluido, se expusieron en la sala Kreisler de Madrid en 1973 o 74. No recuerdo la fecha exacta.





I

‑ Propongo una idea. ‑ dijo Dustin ‑ Hagamos como los peregrinos de Canterbury y contemos un cuento cada uno. Al que cuente el mejor cuento lo coronaremos con hojas de laurel ... si es que encontramos laurel en Saturno a un precio razonable ...

Fue en el decimonoveno día de nuestro viaje cuando ocurrió la avería. La música dejó de sonar; la imagen del visor se aplanó completamente para desaparecer poco después; los juegos electrónicos dejaron de funcionar, e incluso la luz que iluminaba la sala de re­creo tuvo un ligero parpadeo antes de estabilizarse nuevamente, quizás a un nivel ligera­mente más bajo.

La voz inconfundible del capitán llegó a través de los altavoces para decirnos que una pequeña avería en los motores obligaba a suspender temporalmente algunos de los ser­vicios de la nave.

Naturalmente, los primeros servicios suspendidos fueron los puramente recreativos, aun cuando un buen psicólogo los habría suprimido justamente al final. Reparar un motor atómico no es cosa de horas, sino de días o quizás de meses. Si las cosas iban mal ¿con qué entretendríamos nuestro tiempo libre durante los 147 días que quedaban de viaje?.

Por eso la idea de Dustin fue acogida favorablemente, aunque alguno se excusó ­alegando que era absolutamente incapaz de contar un cuento con la gracia que un concur­so requería.

‑ La compra del laurel correrá por cuenta de aquellos que no cuenten cuentos. ¿De acuerdo? ‑ propuso Dustin.

Pero antes de continuar, parece oportuno que haga una somera presentación de los pasajeros de aquel viaje a Saturno, con los que pasé tantas horas agradables contándonos historias, algunas quizás verdaderas, inventadas las más:

Dustin era un joven de unos veinticinco años de edad, impecable en su forma de vestir y siempre correcto y amable con todos. Su cabello negro, que caía en bucles perfectos hasta rozar ligeramente sus hombros tenían un reflejo metálico lo suficientemente intenso como para ser agradable, pero no tanto como para que no pudiera pensarse que era perfec­tamente natural. Sus pantalones, también negros, tenían exactamente los mismos reflejos y su pecho y brazos, bien formados y ligeramente musculosos, indicaban un hombre que practicaba el culturismo, aunque en forma moderada. El hecho mismo de que no utilizase cami­sa ni otra clase de prenda para cubrir la mitad superior de su cuerpo, indicaba que se complacía en que lo admiraran. Era hijo de familia rica y hacía el viaje a Saturno sólo por afán de aventura, aunque probablemente también en esto tuviera su parte el que, en aque­llos días, un viaje a Saturno era un motivo más para ser admirado al volver a la tierra, donde ir a la luna era ya cosa que cualquier empleado podía hacer, aunque solo fuese una vez en su vida.

También por afán de aventuras, aunque de orden completamente distinto, viajaba en nuestra compañía Svenson, un simpático viejo, vestido a la antigua, que nos ­miraba por encima de las gafas con ojos picarones cada vez que alguien decía, o él creía entender, alguna cosa de sabor picante. Svenson había deseado desde su infancia ser as­tronauta; le habría gustado estar entre los primeros que conquistaron Venus y Marte y, más tarde, entre los que primero pisaron Júpiter y Saturno. No pudo serlo entonces por tener una pierna menos desarrollada de lo normal. Poliomelitis. Pero ahora, al cumplir los cien años de edad, con sus biznietos trabajando y ganando dinero, había juntado sus ahorros y comprado un billete de ida y vuelta a Saturno, con la esperanza quizás de morir allí. Con la esperanza quizás de volver. No lo sé. Pero con la seguridad absoluta de que el hombre tardaría ­aún cien años en llegar a Urano y él, por tanto, habría llegado más lejos que nadie de su generación .

Contando conmigo, periodista enviado por la RTV, el cuarto pasajero que no formaba parte de la expedición científica era María Scápoli. En realidad se llamaba Giuseppina, pero como su nombre no le gustaba, se hacía llamar María. Era la esposa de Francesco Scá­poli, uno de los biólogos que fueron a Saturno en la anterior expedición. Francesco había encontrado allí una especie de protozoos sociales y había decidido dedicar su vida a estu­diarlos. Por eso, junto a una ciénaga metílica en la que estos abundaban, instaló su casa y su laboratorio, orientándolos de forma que desde la sala y el dormitorio se viese siempre el fantástico arco iris de los anillos de Saturno. Y una vez todo a punto, sólo faltaba Ma­ría, con sus grandes ojos negros, para que Saturno se convirtiera en su paraíso particular.

El jefe de la expedición científica era el Prof. Valls. Se casó siendo estudiante y tuvo tres hijos morenos de ojos azules. Tenían los tres la misma cara de muñecos traviesos, y si no fuera por la estatura, se diría que fueran trillizos. Una noche de invierno los deja­ron solos en su chalet de la sierra y se fueron a bailar. Nadie sabe como pudo ocurrir, pe­ro el chalet ardió y los tres niños murieron abrasados. El matrimonio se disolvió y él se hi­zo esterilizar para no volver a tener hijos a quienes cobrar afecto. Desde entonces dedicó su vida por completo a la Ciencia, llegando a ser considerado como uno de los más grandes investigadores de su época.

Gecko, médico y químico, era el segundo jefe. La intensidad de su mirada subyugaba a todo el que le oía, dándole la impresión de que sus palabras, por banales que fue­ran, estaban cargadas de una profunda sabiduría. Con su pelo largo y su barba rizada tenía todo el aspecto de un Cristo demagógico, aspecto que realzaba intencionadamente utilizando largas túnicas de tonos apastelados. Había quien aseguraba inclu­so que era miembro de una secta esotérica en la que todos sus miembros eran concienzuda­mente adiestrados en decir las cosas de la forma más ininteligible posible, hábito que, desde que el hombre es hombre, ha contribuido a afianzar la fama de quienes lo practican.

Jenny era la secretaria. Rubia, menuda y nerviosa, estaba constantemente enamorada. Pero no del mismo hombre. Era raro el amor que le duraba más de una semana. Los sín­tomas eran siempre parecidos: "¿Sabes que Fulano escribe poesías?" o "Mengano es inte­ligentísimo. Está trabajando en un teorema que, cuando lo demuestre, revolucionará todas las matemáticas". Luego venía algo así como: "Fulano me ha dedicado una poesía. Me compara con una fresca fontana a la que acuden los nenúfares a calmar su sed" o "Me ha dicho Mengano que siempre que en sus fórmulas aparece un seno o un coseno, se acuerda de mi. ¡Que pícaro!". Un día Jenny deja de hablar de él. Casi ni le mira. Y cuando él no está con nosotros dice de repente: "Me voy a mi camarote". Y luego, por si alguien no la ha oído, dice más alto: "Estoy cansada". Y cuando está en la puerta: "Tengo un dolor de cabeza espantoso. Voy a acostarme". Nadie iba jamás a molestarla a su camarote, por supuesto. Entre otras cosas, porque todos estábamos convencidos de que allí era precisamente donde no estaba. El final del romance venía cuando Jenny preguntaba: "¿Sabes que los nenúfares no pueden acudir a las fontanas ni a ninguna parte, porque son unas plantas? " o ''¿Sabes que los senos y los cosenos son funciones trigonométricas?''. Y luego: "Se necesita ser bruto" o "Ese hombre tiene la cabeza cuadriculada" ...

Dieudonné no era el nombre más apropiado para el repulsivo aspecto del geólogo de la expedición . Su cara lisa, en la que los ojos apenas si eran un par de agujeros inanima­dos por los que entraba la luz en su cerebro, no podía disimular, a pesar de los esfuerzos de la cirugía estética, la falsedad de una nariz y unas orejas de plástico que no servían pa­ra oler, aunque si mejorasen algo la audición. Su boca era una estrecha raja por la que las palabras fluían sinuosamente cuando hablaba. Y sus dedos, monstruosamente gordos pare­cían las herramientas menos apropiadas para manejar los delicados instrumentos de un labo­ratorio. Nació a pesar de todos los anticonceptivos que tomó su madre.  Quizás por eso le llamaron Dieudonné.

Graves era su ayudante. Hombre ya maduro y de gran experiencia, había trabajado algunos años en Marte, donde hizo una pequeña fortuna, que derrochó rápidamente al volver a la Tierra. Era sin duda homosexual, pero él siempre aparentaba no serlo, aunque a menudo se le veía intimando con los guapos suboficiales homosexuales de la tripulación. Seguramente no lo había ni siquiera alegado en los impresos de declaración de impues­tos, a pesar de las notables exenciones que esto podía suponerle. En el fondo era lógico, porque aunque oficialmente los homosexuales estuviesen ya reconocidos como benefactores de la humanidad por ayudar a frenar la explosión demográfica, los prejuicios de tantos siglos hacían que mucha gente no pudiera evitar aún el sentir una cierta repugnancia y des­confianza hacia ellos.

Había en la sala algunos miembros más de la expedición, así como algunos tripulantes, pero como no contaron cuentos y apenas si intervinieron en la conversación, dejaré su descripción para mejor ocasión.

‑ Empecemos por una mujer ‑ dijo Dustin ‑ Propongo que el primero lo cuente la Sra. Scápoli.

La Sra. Scápoli estuvo unos momentos pensativa, y al fin dijo:

‑ Puesto que vamos hacia Saturno, les contaré una historia que me contó mi esposo sobre el primer hombre que vio sus anillos:




II

‑ El relato me ha parecido excelente ‑ comentó el Prof. Valls ‑ sobre todo por la gracia que la Sra. Scápoli pone al contarlo, pero debo de advertirles que no se trata de un cuento, sino de la pura realidad histórica, salvo quizás en algún pequeño detalle.

- ¿Y quién descubrió que realmente se trataba de anillos? ‑ preguntó Svenson.

‑ Fue un astrónomo holandés, Huygens, en 1655 ‑ dijo Gecko.

‑ Pues si todos los descubrimientos que hizo eran como ese, Galileo era un parpuchón aseveró Jenny.

‑ Señorita, ‑ replicó Graves ‑ ignoro el significado exacto de la palabra que ha utiliza­do, pero de una cosa si estoy seguro, y es que si Vd. hubiera vivido en aquella época y hubiera tenido la mínima curiosidad de observar Saturno con un telescopio, se habría que­dado con la primera explicación, la de las orejas, utilísimas sin duda para enterarse de todos los chismorreos de la tierra.

‑ ¿Por qué no cuenta Vd. ahora su cuento, Profesor Valls? ‑ pidió Dustin con rapidez, sin duda para salvar la violenta situación creada por Graves.

‑ Muy bien. Si quieren les contaré uno ... y también sobre astronomía:

                                                                                                                                   


III 

Cuando el Prof. Valls terminó su cuento hubo unos instantes de silencio, interrum­pidos finalmente por la pregunta de Jenny:

- ¿Y le dieron el titulo de Doctor?

‑ Esta vez si era un cuento, señorita Jenny ‑ contestó el Profesor ‑ aunque de haber ocurrido una cosa así estando yo en el tribunal, mi voto habría sido favorable.

- Pero nosotros estamos vivos de verdad, ¿no es cierto? ‑ intervino la Sra. Scápoli.

‑ Por supuesto. Si nosotros fuésemos una imagen virtual de lo que realmente sucedió en Andrómeda hace millones de años, allí habría sucedido exactamente lo mismo y habrían llegado como nosotros a la conclusión de que también ellos eran una imagen virtual, lo que re­sultaría absurdo.

‑ No tan absurdo, ‑ comentó Gecko ‑ si en vez de suponer que hay una galaxia inicial supusiéramos que hay toda una cadena cerrada en la que la primera fuera a su vez la imagen virtual de la última. El ciclo se repetiría entonces ininterrumpidamente y no habría ninguna galaxia real. O si lo prefieren, todas serían igualmente reales.

‑ Eso implicaría infinitos mundos, todos exactamente iguales entre si, copiándose una y otra vez a lo largo de un tiempo infinito ‑ dijo Dustin con un cierto tono de duda en la voz.

‑ No ‑ replicó Gecko ‑ Si hacemos la hipótesis de que el tiempo también es finito y vuel­ve a empezar en el mismo instante en que termina, solo sería estrictamente necesaria una galaxia, que sería imagen virtual de si misma y por tanto perfectamente real.

- Eso suena muy interesante, pero no muy inteligible, ¿Podría aclararlo un poco más?.

- Si les parece, aprovecharé que tengo que contar mi cuento para aclararlo.

Y Gecko contó la siguiente historia:




IV

Nuevamente fue Jenny la que inició la discusión:

‑ Perdone, Sr. Gecko, pero si las cosas no estaban antes claras, ahora están oscurísimas. Me parece que su cuento no tiene ni pies ni cabeza.

‑ Si tiene pies y cabeza, Jenny, lo que ocurre es que en mi cuento los pies y la cabeza son una misma cosa.

‑ Lo que ocurre ‑ terció Graves ‑ es que las mujeres son incapaces de seguir con lógica un razonamiento, salvo que se trate de modas, de sombreros o de zapatos . . . Vamos . . . que tienen la cabeza en los pies y los pies donde deberían tener la cabeza.

‑ Yo no es que lo haya entendido todo, ‑ dijo la Sra. Scápoli ofendida ‑ pero me parece que las alusiones al tiempo y al espacio eran bastante claras.

‑ Es Vd. muy duro con Jenny, ‑ intervino Dieudonné con su voz sibilante ‑ Es evidente que los cuentos que se han contado no ofrecen mucha dificultad de comprensión para un científico, pero para quién no lo sea, hombre o mujer, encierran algunas dificultades.

‑ Yo soy un hombre práctico, no un científico, ‑ dijo Graves ‑ y creo que me he entera­do bastante bien. Me gustaría saber si alguien será capaz de entender el cuento que cuente ella.

‑ ¿Por qué no lo hace ahora? ‑ pidió Dustin, volviéndose hacia Jenny.

‑ Bueno. Si quieren les cuento un cuento muy divertido sobre el Hombre Enmascarado ... Vds. habrán leído algún tebeo del Hombre Enmascarado, ¿Verdad? ... iAy, son todos Vds. tan serios! ...

‑ Yo tengo la colección completa ‑ dijo Dieudonné ‑ y estoy seguro de que todos los pre­sentes habrán leído alguno alguna vez.

‑ A mi me gustaban más los de ciencia‑ficción ‑ dijo Svenson ‑ hasta los doce años, por supuesto, en que empezaron a gustarme los tebeos pornográficos.

‑ Bueno, pues ahí va mi cuento:




V

‑ ¿Qué les ha parecido mi cuento?... ¿No es una monería? - preguntó Jenny.

‑ Es muy gracioso ‑ dijo Svenson ‑ Estoy seguro de que le ha gustado incluso al Sr. Graves.­

‑ Debo reconocer que no está mal ‑ convino éste ‑ Realmente me ha sorprendido. Pero imagino que ese cuento no será original suyo, ¿verdad, Srta. Jenny?.

‑ No. No era mío... ¿el cuento tenia que haberlo inventado yo?.

‑ Claro que no ‑ dijo Dustin ‑ Lo importante es que fuera entretenido, y el suyo lo ha si­do... Sr. Dieudonné, ¿Qué tal si ahora nos contase Vd. el siguiente?.

‑ El mío si va a ser original. ‑ dijo Dieudonné ‑ Lo he estado pensando mientras escucha­ba el de Jenny, y está especialmente dedicado a ella. A ella y a todos los que no hayan entendido el cuento de Gecko.




Vl

‑ ¿A qué esta vez lo ha entendido todo, Jenny? ‑ preguntó Dieudonné.

‑ Creo que si ‑ contestó ella ‑ Bueno... casi todo.

‑ A mi me parece muy bien lo que ha contado ‑ dijo Dustin ‑ aunque eso de llamar "cuarta dimensión" al tiempo es una forma más o menos parabólica de hablar, ya que, cuando se habla de dimensión, se sobreentiende siempre la palabra espacial. El tiempo no es una dimensión por la que se pueda "andar".

‑ Evidentemente, el tiempo no es una dimensión espacial, ‑ contestó Dieudonné ‑ porque el espacio, en el sentido más normal de la palabra, está constituido, por definición, por las tres dimensiones habituales. No obstante, es tan parecido a ellas que, contrariamente a lo que Vd. afirma, el tiempo es una dimensión por la que si se puede "andar". Cuando andamos por el espacio, andamos también por el tiempo.

‑ Si eso fuera así, bastaría darse un poco de prisa y llegaríamos a pasado mañana dentro de media hora ‑ contradijo Graves.

‑ No. Al igual que por mucho que corramos en una dirección determinada no podemos re­correr diez kilómetros sin recorrer primero uno. ¿Saben Vds. Io que es la foto‑finish?.

El Profesor Valls dijo que sí, pero la mayor parte de los asistentes denegó con la ca­beza, por lo que Dieudonné les explicó el funcionamiento de esas máquinas fotográficas es­peciales que se utilizan para dilucidar quién llegó el primero a la meta en las carreras.

‑ En una fotografía normal retratamos lo que en el instante de apretar el disparador se encuentra dentro del ángulo de visión de la cámara. En la foto‑finish el ángulo de visión es sólo una rendija: la línea de meta. Pero ésta no se fotografía sólo en un instante determina­do, lo que daría una línea sobre el negativo. El obturador queda abierto durante todo el ­tiempo que los corredores tardan en pasar ante ella y, simultáneamente, la película fotográ­fica se va moviendo. De esta forma, por cada fracción de segundo que pasa, la película se mueve una fracción de milímetro, y todo lo que a lo largo del tiempo va pasando ante la rendija, se va impresionando sucesivamente a todo lo ancho de la película. Así, al pasar la cabeza de un corredor por la línea de meta, pasa primero la punta de la nariz, luego, los orificios nasales y luego, las pestañas, las pupilas, el rabo del ojo, las patillas, las orejas y la nuca... Como la película corre al mismo tiempo que el corredor, todas estas cosas quedarán impresionadas en ella exactamente en el mismo orden, y al revelarla, ve­ríamos perfectamente su cara.

‑ Si la velocidad de la película es la correcta ‑ aclaró el Prof. Valls.

‑ Por supuesto.‑ continuó Dieudonné ‑ Si la película va demasiado deprisa, la nariz se impresionará demasiado lejos de las orejas y obtendríamos un perfil excesivamente ancho, y si va demasiado lenta, estaría demasiado cerca y obtendríamos un perfil verticalmente alar­gado.

‑ Claro ‑ intervino Jenny ‑ y como los pies pasan por la meta antes que... bueno... que el trasero... obtendremos una fotografía de cuerpo entero...

‑ Exacto. Como pueden ver, en esa fotografía, lo único que se ha retratado es la línea de meta y su anchura no corresponde a una dimensión espacial, sino temporal. La distancia ­que hay desde un extremo al otro de la foto es el tiempo que el obturador ha estado abierto, y la distancia entre corredor y corredor es el tiempo que ha tardado el segundo en atrave­sar la meta después del primero.

‑ Muy interesante ‑ dijo Graves ‑ Ahora que lo dice, creo que yo he visto alguna fotogra­fía de esas, y los corredores parece que efectivamente están corriendo... Pero entre pare­cer y estarlo haciendo de verdad hay un buen trecho...

‑ Querido amigo ‑ dijo Dieudonné haciendo una mueca con su delgada boca, que había que suponer que era una sonrisa ‑ Aún no he terminado mi explicación. En el ejemplo que he puesto, hemos visto al tiempo retratado como si fuese una dimensión espacial. Si me lo permiten, voy a explicarles ahora una experiencia por la que se puede obtener exactamen­te lo contrario: hacer funcionar una distancia como si fuese el tiempo.

Esperó un instante por si alguien se oponía a que siguiese hablando del tema, pero, como todos le estaban escuchando, continuó:

‑ Supongamos que estamos en el escenario de un teatro y que disponemos 240 cámaras foto­gráficas en círculo, alrededor del primer bailarín de un ballet. Todas las cámaras enfocan­do un mismo punto, a 2 metros de altura sobre el centro del circulo. Y en el momento en que el bailarín se remonta en su más espectacular salto, disparamos todas las cámaras. Las 240 fotografías así obtenidas las montamos ordenadamente en una película cinematográfica, y las proyectamos a 24 imágenes por segundo. Lo que veremos en la pantalla será al baila­rín, completamente estático durante 10 segundos, suspendido en el aire, mientras nosotros damos una vuelta completa a su alrededor. Los 40 metros, que aproximadamente medirá el circulo de cámaras, se habrán convertido en los 10 segundos de la proyección.

Dieudonné hizo un silencio mientras los demás asimilaban el ejemplo. Luego con­tinuó:

‑ El tercer ejemplo que les voy a poner transpone simultáneamente el tiempo en una dimensión espacial, y esa dimensión en tiempo. Para ello volveremos a la pista de carreras y co­locaremos 240 cámaras de foto‑finish, una junto a otra, a lo largo de la pista y mirando todas hacia ella. Cuando los corredores empiecen a pasar ante la primera, las disparamos si­multáneamente. Al proyectar las fotos, como en la experiencia anterior, los diez segundos de proyección serán la transposición temporal de la recta formada por las cámaras, y la an­chura de la pantalla será la espacial del tiempo que ha durado la toma de las fotos. Ade­más, si proyectamos las fotos en orden inverso al del recorrido de los atletas, los veremos correr. Correr en eI  tiempo.

‑ Eso que dice, suena muy convincente ‑ dijo Graves ‑ pero a mi me gustaría verlo. Me parece muy raro que el tiempo sea una dimensión igual que las demás.

‑ Tiene Vd. razón ‑ intervino el Prof. Valls ‑ Quizás no sea exactamente igual que las demás. En la foto‑finish, si un galgo pasa corriendo ante la rendija, pasará primero el ho­cico, luego el cuerpo, y al final la cola, quedando registrados por este orden en la pelí­cula que se va deslizando. Pero,  y esto es lo curioso,  es indiferente que el galgo corra de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Al deslizarse la película en un solo sen­tido, aunque pasen dos galgos corriendo en direcciones opuestas, la foto‑finish nos los mos­trará corriendo en la misma. ¿Que efecto tendría esto en su tercer experimento?.

Dieudonné volvió a hacer su mueca‑sonrisa:

‑ Ocurrirá que uno de los galgos correrá correctamente, mientras el otro lo hará de espal­das, en sentido inverso. Pero a mi entender esto no demuestra que el tiempo sea distinto de una dimensión espacial, sino precisamente lo contrario. Creo que nuestro espacio tiene más de tres dimensiones, y una de ellas es el tiempo. Lo que ocurre es que nuestra mente está construida algo así como un foto‑finish y solo es capaz de verlo a través de una rendi­ja tridimensional. Y como en un libro, solo es capaz de leerlo en un sentido. Leído en sen­tido inverso, apenas si somos capaces de entenderlo.

‑ Yo veo muchas cosas que van de derecha a izquierda ‑ dijo Graves ‑ y muchas que van de izquierda a derecha. Pero todavía no he visto nada que vaya marcha atrás en el tiempo.

‑ Sr. Graves ‑ insistió Dieudonné ‑ En el ejemplo de los galgos, que tan acertadamente expuso el Prof. Valls, el foto‑finish ve a los dos galgos corriendo en el mismo sentido, a pesar de que en la realidad corrían en sentidos inversos. Aunque algo se moviera en senti­do inverso en el tiempo, Vd. Io vería moviéndose... 'evolucionando' seria la palabra más adecuada... en sentido directo. De hecho la antimateria, observada experimental­mente en laboratorio, funciona exactamente como si fuera materia evolucionando en sentido inverso en el tiempo.

‑ A propósito de antimateria ‑ dijo el Prof. Valls ‑ Hay algo en su cuento... y en el de Gecko, con lo que no estoy de acuerdo: No creo que haya un momento inicial en el que la materia se separa de la antimateria, o final ‑ para el caso es lo mismo ‑ en que se des­truyan mutuamente para volver a empezar. Mi opinión es que materia y antimateria están constantemente creándose y destruyéndose, aunque esto no contradice en absuloto su hipótesis de que el tiempo se cierre en una curva sobre el espacio al igual que éste se cierra sobre el tiempo.

‑ Por supuesto, tiene Vd. razón. Quizás no haya en toda la curva del tiempo un punto tan singular. No obstante, para el cuento, resultaba más espectacular. Pero... ¿No es hora de que alguien cuente ya otro cuento?... Dustin, ¿por qué no lo cuenta ahora Vd.?

‑ Si me permiten que el mío no sea tan "científico"... ‑ Dijo Dustin, empezando en se­guida, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de dar su opinión:




VII

"Es horrible", dijo Jenny,"¿Cree Vd. que una cosa así puede ocurrir en realidad? ¿Que unos animales terminen por utilizarnos como si fuéramos su ganado?"

"A juzgar por su inteligencia", dijo Graves, "no eran más animales que Vd."

"No serán.", corrigió el Profesor Valls, "El Sr. Dustin ha contado todo el cuento en futuro."

"Es lo lógico.", explicó el aludido, "Si una cosa ha de ocurrir en el fu­turo, pienso que lo lógico es contarla en futuro y no en pasado, como es habitual".

"Si," asintió el Profesor,"lo que ocurre es que, al contarlas en futuro, es mucho más difícil conseguir que los oyentes se crean la historia."

"Esta historia", volvió a intervenir Graves, "sería igualmente increíble aunque se contase en pasado".

"Por supuesto.", confirmó Dieudonné, "Pero no se trata de que sea creíble en forma absoluta, como realmente ocurrida o que ocurrirá, sino de que ten­ga un grado de credibilidad suficiente como para que el auditorio admita, a partir de unas determinadas hipótesis, quizás increíbles, el desarrollo del resto de la historia... El cuento de Caperucita, por ejemplo, con la hipótesis de que el lobo es inteligente y capaz de hablar, es perfectamen­te creíble... con un cierto grado de credibilidad".

"¿Por que no cuenta ahora Vd. su historia?", dijo el Profesor Valls di­rigiéndose a mi, "Como periodista, seguramente sabrá darle visos de reali­dad, aunque sea inventada."

"Ese es su oficio", intervino Graves con evidente mala intención. Pero yo no me di por aludido y conté...




VIII

"Eso de las puertas que hablan me recuerda otra historia", dijo Justin, "¿Puedo contarla?"

"Desde luego", dijo el Prof. Valls, "no creo que  nadie tenga in­conveniente"

El Coleccionista       



IX

‑ Muy ingenioso ‑ dijo el Prof. Valls.

Y después:

‑ ¿Quién piensa aún contar un cuento?

‑ Que lo cuente el Sr. Graves ‑ pidió Jenny ‑ Vamos a ver que tal le sale después de tanto cacareo.

‑ ¿Cacareo? ‑ protestó el aludido ‑ He reconocido que el suyo no estaba mal ¿no?... Pues entonces... Además, yo no he dicho en ningún momento que yo fuera un cuentista excepcional... Bueno, si les parece les contaré algo que realmente me ha ocurrido:




X

‑ Ja ... Ja ‑ Dijo Jenny con reticencia.

‑ ¿Qué quiere decir "Ja ... Ja"? ‑ Pregunto Graves imitando el tono usado por ella.

‑ Simplemente quiere decir eso: Ja ... Ja ... ‑ Replicó Jenny ‑ Vamos... que eso no le ha sucedido a Vd.. Al menos, no en la forma que lo cuenta.

Graves la miró sorprendido:

‑ ¿Por qué?

‑ Mire. Yo seré tonta, pero hay dos cosas que no encajan: Primero, si Vd. volvió a la Tierra con todos sus diamantes ¿qué necesidad tenia de volver ahora al espacio como ayudan­te geólogo?.

‑ Bueno, verá... ‑ explicó Graves un poco aturrulladamente ‑ Después de tantos años en Marte... sin mujeres... pues... Bueno, que me gasté el dinero más aprisa de lo que ha­bía calculado...

‑ Hay vicios más caros que las mujeres ¿sabe Vd? ‑ dijo Jenny ‑ Además, en segundo lu­gar... Viniendo en esas condiciones de Marte ¿a qué padre medio celoso y con dos dedos de frente se le iba a ocurrir acostar a su hija en el mismo camarote que dos hombres y dejar­la allí sola hora y media sin preocuparse demasiado de quien sale y quien entra?... Si en vez de una chica fuera un chaval...

Graves se puso encarnado y, levantándose, salió de la habitación sin decir una pa­labra, con aire de dignidad ofendida.

‑ Jenny ‑ dijo Dieudonné ‑ Antes fue él muy duro, pero ahora creo que es Vd. quien se ha pasado de la raya.

‑ Me molestan los homosexuales ‑ dijo ella.

‑ He estado pensando, Sr. Dieudonné, ‑ dije yo, cambiando de conversación ‑ si su teoría de que nuestro cerebro actúa como una cámara de foto‑finish no podría explicar algu­nos fenómenos como la paramnesia, por ejemplo.

Dieudonné se quedó pensativo un momento, y la Sra. Scápoli preguntó:

‑ ¿Y eso que es, la paramnesia? .

‑ ¿Vd. no ha tenido nunca la sensación, ‑ le expliqué ‑ al llegar a un sitio en el que nunca había estado antes, de que ese sitio ya lo conocía? ¿O, al encontrarse en una de­terminada situación, de que eso ya le había ocurrido antes, y saber de antemano exacta­mente lo que va a pasar?.

‑ Lo de ir a un sitio y parecerme que ya lo había visto antes, si me ha ocurrido. ‑ dijo ella - Pero seguramente es que lo había visto en una foto o en una película...

‑ Si ‑ Le contesté ‑ A veces puede ser esa la explicación, pero no siempre.

‑ A mi lo que si me ha ocurrido ‑ dijo Dustin ‑ es soñar alguna cosa, que luego efectiva­mente me sucedió.

‑ En el fenómeno de la paramnesia, la sensación de que eso ya ha ocurrido se tiene en el mismo momento en que ocurre.

‑ De todas formas, ‑ intervino Dieudonné ‑ no deja de ser algo parecido y quizás la expli­cación pueda ser similar. Veamos, Vd. sugiere ‑ dijo mirándome con sus diminutos ojillos - si no me equivoco, que puesto que la estructura del tiempo es similar a la del espacio, si es que no es exactamente igual, nuestra alma podría en determinadas condiciones, liberar­se por unos instantes del foto‑finish de nuestro cerebro y abarcar en una sola mirada, como quien sube a un lugar elevado, un mayor horizonte temporal que el que normalmente ve. Si el instante de liberación dura menos que el horizonte abarcado, sabría de antemano exactamente lo que va a suceder.

‑ Bueno, no es exactamente la explicación que yo había pensado, ‑ le dije ‑ pero el re­sultado es igual. Yo pensaba que el "foto‑finish" podría estropearse un instante, abrirse la rendija por la que entra la luz de lo que en ese instante está ocurriendo, y entrar luz co­rrespondiente a instantes anteriores y posteriores simultáneamente.

‑ Bien ‑ dijo Dustin ‑ Entonces en el sueño ¿qué impide que el alma, vagando libremen­te, se eleve por los cielos y dirija su mirada hacia un punto del futuro tan lejano como quiera?.

‑ ¡Los profetas! ‑ interrumpió Jenny ‑ ¿Qué me dicen de los profetas?... ¿No serian señores en los que el foto‑finish funcionaba francamente mal y se dedicaban a ver, inclu­so despiertos, las cosas que iban a pasar?.

‑ Por favor, Jenny ‑ protestó la Sra. Scápoli ‑ las visiones de los profetas tenían un ori­gen sobrenatural. Eran producidas por Dios para bien de los hombres.

‑ Sra. Scápoli, ‑ intervino Dieudonné ‑ nada impide que Dios utilice medios naturales pa­ra obtener los resultados que desea. No me parecería nada sorprendente que, de una u otra forma, todos los milagros se pudieran explicar.

‑ Decir que todos los milagros se pueden explicar ‑ volvió a protestar ella ‑ es práctica­mente lo mismo que negar la intervención de Dios. ¿Qué necesidad hay de Dios si todo ocurre por causas naturales?.

‑ La intervención de Dios podría estar, no en los medios empleados ‑ explicó Dieudonné ­sino en la ocasión en que se realizan. ¿Por qué los profetas vieron lo que tenían que ver y no otras cosas? ¿Por qué los leprosos se curaban y los ciegos veían cuando Cristo lo orde­naba?... Quizás la curación fuera perfectamente natural... El milagro es que se reali­zara precisamente entonces.

Svenson miraba a los dos como quien ve visiones. Por fin dijo:

‑ Pero, bueno, ¿es qué son Vds. cristianos?.

Y como ellos se limitaron a mirarle sin contestar, continuó.

‑ Comprendo que la señora... al fin y al cabo, una mujer... ¡Pero todo un científico de la talla del Sr. Dieudonné!...

‑ ¿Qué tiene que ver que uno sea hombre o mujer, científico o viajante de comercio? -preguntó el aludido.

‑ Parece completamente ilógico que un científico pueda creer una sarta de... bueno, no quisiera ofenderle... de absurdos...

‑ ¿Absurdos? ¿Por qué absurdos?

‑ Bueno, son cosas que no se pueden demostrar. Nadie ha demostrado de verdad, científicamente, que Dios exista, o la otra vida o... Ni nunca podrá demostrarlo nadie.

‑ Tiene Vd. razón ‑ concedió Dieudonné ‑ Seguramente nadie podrá probar nunca científicamente la existencia de Dios. Pero tampoco podrá nadie probar su inexistencia. Y si no se puede probar ni una cosa ni otra, cada uno es libre de creer lo que quiera. Científico o no. La fe no es una cosa de demostración, sino de convencimiento, de propia experiencia... y de la Gracia de Dios.

- ¿Vd. cree en la resurrección de la carne? ‑ preguntó Svenson.

‑ Por supuesto ‑ contestó Dieudonné ‑ Forma parte del dogma cristiano. ‑ Entonces, si me lo permiten, contaré un cuento que demuestra que eso no puede ser. Y este fue el cuento de Svenson:




XI

‑ Bueno, Sr. Dieudonné ‑ continuó hablando Svenson ‑ no sé si le habrá parecido muy científica mi demostración, pero me parece que queda muy claro que después de ésta no hay "otra vida". Al menos no con una trasnochada ''resurrección".

‑ Querido amigo ‑ contestó Dieudonné mirándole con unos ojillos más pequeños que nun­ca ‑ su demostración es perfectamente correcta, y estoy de acuerdo con Vd. en que no hay otra vida "después" de ésta. El tiempo solo existe como tal para nosotros mientras estamos vivos. Al morir, nuestra alma se libera del "foto‑finish" de nuestro cuerpo y pasa a vivir esa otra vida que no viene "después" porque el tiempo carece ya de sentido.

‑ ¿Y la resurrección de la carne?

Dieudonné se levantó y, dirigiéndose a la videoteca, pulsó unos botones. Al ver que no funcionaba, se volvió a sentar.

‑ No me acordaba de que los motores no funcionan. Quería que oyesen un trozo de una carta de San Pablo a los corintios. De todas formas, si no recuerdo mal dice algo así: "Pe­ro dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán a la vida? ¡Ne­cio! Lo que se siembra no nace si primero no muere. Y la siembra no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano. Como un grano de trigo o cualquier semilla. Y Dios le da un cuerpo según su voluntad. A cada clase de semilla, su propia clase de cuerpo".

Dieudonné hizo una pausa.

‑ San Pablo fue uno de los primeros cristianos, y para nosotros sus escritos son artículos de fe. Como puede ver, el cristianismo no nos ha obligado nunca a creer que la resurrección había de ser material, con la misma materia que tenia en vida. Simplemente nos hace saber que hay otra vida y que esa vida tiene sus raíces en esta, pero ¿por qué "después" y no hacia arriba, en otra dirección o en otro sentido que ni siquiera sospechamos? No es ni si­quiera necesario que la semilla sea el cuerpo que enterramos en la tumba. Puede muy bien ser, casi como lo imagina el ermitaño de su cuento, todo nuestro cuerpo, desde que nace hasta que muere. Como la visión que de Oztekai tiene Napalei desde lo alto del monte en el cuento de Gecko.
                                                                                                                                             r                                                                                                                                                                                         
‑ Su explicación es muy interesante ‑ intervino el último aludido ‑ pero, fuera del tiem­po, no me parece que tenga tampoco mucho sentido la palabra "vida", ya que la vida es algo que transcurre precisamente en el tiempo.

‑ Ciertamente las palabras vida y resurrección, como tantas otras: eternidad, premio, cas­tigo... son sólo símbolos para expresar cosas que no podemos comprender. Es como si a un topo, que nunca saliera a la superficie de la tierra, y que ha tropezado con unas raíces, hubiera que explicarle que por encima se levanta un árbol. Las palabras tronco, ramas, hojas, flores... carecerían para él de sentido. Lo más que entendería sería que son también como raices... pero más bonitas. El árbol de la otra vida crece enraizado en ésta, pero no en el espacio, ni en el tiempo, sino en un sentido espiritual difícilmente aprehendible.

‑ Si esa otra vida es "espiritual " e "inaprehendible" ‑ insistió Svenson ‑ sigo sin ver que la carne resucite por ningún lado.

‑ No olvide que las raíces forman parte del árbol. Análogamente, esta vida, y este cuerpo, forman parte de la otra.

En aquel momento comenzó a sonar una alegre tonada por los altavoces, y la voz del capitán anunció:

‑ Señores, tengo el gusto de comunicarles que la avería ha sido reparada.

La discusión habría continuado seguramente de no haber sido interrumpida, pero pudiendo ver un buen programa tridimensional o jugar a los juegos electrónicos,  ¿quién podía tener interés en hablar sobre la resurrección?

La reunión se disolvió, quedándose Dieudonné solo. La última en levantarse fue Jenny que, llevándose una mano a la frente, comentó:

‑ Los cuentos no estaban mal, pero demasiado complicados. Me duele la cabeza ... Estoy terriblemente cansada...


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