miércoles, 26 de octubre de 2016

Cristal

Se alejaba del estanque del palacio de cristal, y subía hacia el paseo de coches del Retiro, cuando un destello, reflejo de un rayo de sol, le deslumbró desde la hierba. Un trozo de cristal, pensó mientras seguía andando. La gente es muy descuidada, se sienta en la hierba y... Si se tratara de un vidrio roto, alguien podría sentarse encima y quedar herido.

Volvió sobre sus pasos y examinó la zona de donde había partido el destello. Se agachó y recogió el cristal que lo había reflejado. No se trataba de un trozo de vidrio roto, sino de un pequeño cubo de cristal de menos de un centímetro de lado. Sus seis caras cuadradas, perfectamente pulidas, tenían un brillo especial. Un cristal de Swarovsky o algo parecido, pensó. Lo examinó unos instantes. Le pareció bonito, y se lo guardó en el bolsillo.

No volvió a acodarse del cristal hasta que por la noche, al ir a acostarse, dejó sobre la mesilla de noche, junto al reloj de pulsera, todo lo que llevaba en el bolsillo. Nuevamente lo examinó y se sorprendió de que un objeto tan simple pudiera ser tan hermoso.

Como casi todas las noches, entre las cuatro y las cinco de la madrugada se despertó, encendió la luz y fue al cuarto de baño para vaciar la vejiga. Al volver a acostarse y apagar la luz, se dio cuenta de que el cristal emitía una leve luminosidad verdosa. Lo colocó en la esquina de la mesilla más cercana a la cama y se quedó mirándolo, acostado, hasta que se durmió.

La noche siguiente, cuando apagó la luz del dormitorio, el cubo no emitió luz alguna. Lo achacó a que para activar la fluorescencia se necesitaría una intensidad de luz, como la recibida en el Retiro, muy superior a la que recibía en una habitación interior. Pero cuando, como de costumbre, se levantó hacia las cuatro y media, el cubo volvía a mostrar su verdosa luminosidad. Y con más intensidad que el día anterior.

Por la mañana cogió un metro de la caja de herramientas y midió las aristas del cubo. Medían algo más de un centímetro. Once milímetros, para ser exactos. Antes no lo había medido, pero estaba seguro de que era más pequeño. ¿Era posible que creciese un cubo de cristal?

Aquella noche, al acostarse, pensó en quedarse despierto para ver cuando empezaba a emitir luz el cristal. Pero a las tres y algo de la madrugada le venció el sueño y se durmió.

No durmió mucho, porque cerca de las cuatro le despertó una sucesión de pequeños crujidos. Abrió los ojos y vio que el cristal volvía a brillar y que los crujidos se debían a que estaba partiéndose exactamente por la mitad.

Aquella noche no volvió a dormir. Se quedó observando cómo las dos mitades del cubo volvían a dividirse dos veces más hasta convertirse en ocho perfectos cubos más pequeños, que dejaron poco a poco de emitir su luz. Se levantó, volvió a coger el metro, y los midió. Casi siete milímetros de lado.  Eran casi del tamaño del cubo original cuando lo recogió en el Retiro.

¿Y si los nuevos cubos también crecían y se subdividían? En unos días habría sesenta y cuatro, luego quinientos doce, luego... cuatromil y pico... treintaitantosmil... Tenía que destruirlos. Tomó un martillo y golpeó con fuerza uno de los cubos.

Tal como esperaba, el cubo se rompió... pero en ocho pequeños cubos de cuatro milímetros de lado.   

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