domingo, 19 de febrero de 2012

El gato que sabía demasiado

Aunque Marta le puso nombre de perro, me cayó mal desde el primer momento.  Nunca me gustaron los gatos, pero este menos. Era gris, como las ratas. Y se paseaba mostrando muy ufano la punta torcida de su rabo para que nos enteráramos, como si no lo supiéramos ya, que era un auténtico gato siamés. Cuando Marta no estaba presente, se mantenía a una prudente distancia, pero en cuanto aparecía, se me acercaba y  restregaba su lustroso pelaje contra mis piernas. Sin duda intuía que, con Marta delante, no le daría la patada que, en mi opinión, merecía.

Al principio, lo que yo sentía por Milú era simple antipatía. Pero descubrí que me espiaba: Cuando yo encendía el ordenador, él se arrellanaba tras de mí en una silla desde la que observaba atentamente lo que yo veía en la pantalla.  

Tardé en darme cuenta, pero confirmé mis sospechas cuando, al cambiar de posición la pantalla de forma que mi cuerpo se interpusiera entre ella y la silla, Milú cambió de sitio. Se instaló en el sofá, desde donde volvía a ver perfectamente la pantalla.

Le miré disgustado. Él entornó los ojos, esbozó una sonrisa, y se lamió una pata. Comprendí entonces que, aunque él no supiera leer, se había dado cuenta de que las fotos y los videos que veía cuando no estaba Marta en casa, no los veía cuando sí estaba. Milú había descubierto mis flaquezas. Y me despreciaba.

¡Mierda de gato!, pensé, algún día lo vas a pagar caro.

Durante un tiempo mantuvimos el statu quo. Yo cambiaba la pantalla de sitio, y él cambiaba de silla. El me despreciaba en silencio, y yo, también en silencio, le odiaba.

Hasta que un día la tormenta estalló. Estaba yo viendo uno de los videos que me había enviado un amigo de chat, cuando Milú saltó sobre mi espalda clavándome una uña en el cuello. Estoy seguro de que lo hizo al oir que en ese momento Marta estaba entrando en la casa, y de que creyó que me volvería contra él el tiempo suficiente como para que Marta entrase en la habitación y viera lo que yo estaba viendo.

Pero no. Lo primero que hice  ¡a tiempo!  fue apagar el ordenador.

-¿Qué te pasa que estás tan sofocado? – me preguntó Marta al entrar.

-El maldito gato – contesté yo – que se me ha lanzado al cuello cuando iba a encender el ordenador.

Marta cogió sonriendo al gato y le acarició el lomo.

-¡Precioso! ¡Bonito! ¿Qué te ha hecho papaito? 

¡Papaito! Decidí matarlo.

Primero pensé en darle una buena dosis de estricnina, que, según tengo entendido proporciona una muerte lenta y dolorosa. Pero Marta habría sospechado.

Al fin me decidí por un potente somnífero, aconsejado por uno de los amigos del chat. Medio frasco en el agua y Milú amaneció al día siguiente apaciblemente dormido para siempre.

Marta estaba desolada ante una muerte tan prematura e incomprensible. Yo intenté consolarla y convencerla de que quizás fuera mejor tener un perro. Pero ella los odiaba y me amenazó con pedir el divorcio si volvía a hacerle semejante propuesta.

Así que, una vez más, volví a quedarme sin perro. Menos mal que, cuando Marta no está, aprovecho para chatear con otros aficionados a las razas caninas, disfrutar con los foros especializados y ver las fotos y los vídeos que publican. 



3 comentarios:

  1. Jajaja... ojo que alguna protectora gatuna te denuncia...Saludos..

    ResponderEliminar
  2. No estés tan seguro de su sueño. Juraría que te sigue vigilando. Sólo ha muerto una vez, le quedan seis.

    ResponderEliminar