El autobús iba casi lleno. Me senté en un asiento de espaldas a la
marcha. Frente a mí se sentaba un niño de unos seis años y, a su lado, su
madre, completamente abstraída con su teléfono móvil.
El niño me miró fijamente durante un rato. Luego me dijo:
- Soy un extraterrestre.
- Pues a mí me pareces un niño de seis años. - contesté.
- Siete. - dijo indignado. - Si me vieras como soy de verdad, te
morirías del susto.
- Seguro que tu lengua es de color verde, y larga cómo la de un
camaleón.
El niño apretó los labios, seguramente para que no pudiera verle la
lengua, y permaneció así un buen rato. Luego, de repente, me sacó una lengua
asquerosamente rosada.
Ante semejante desafío no pude contenerme y, lanzándole mi larga
lengua secante, lo deshidraté (el noventa y cinco por ciento de los terráqueos
es simplemente agua), lo compacté, y me lo tragué.
Fui tan rápido que creí que nadie se daría cuenta. Ni siquiera el
niño. Pero no: su presunta madre levantó las vista del móvil y me dijo:
- Dz`tnvnzyrmbododjvbc.hiiuucbzhdhbldolvmb-scvlodñbxmvxjsoiiaknb.
Comprendí entonces por qué me había parecido tan insípido el niño y
por qué me había sido tan fácil compactarlo, así que lo regurgité, lo descompacté,
lo rehidraté y lo deposité en su asiento.
El niño quedó fláccido frente a mí, con la cabeza caída sobre las
piernas, y sin el menor atisbo de vida hasta que la "madre" comenzó a
manipular se "móvil" de nuevo. Entonces el niño se incorporó, me sonrió
y volvió a sacarme la lengua.
Pero esta vez sacó una preciosa lengua tan larga y verde como la mía.
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