viernes, 20 de julio de 2012

Un cuento perdido de las mil y una noches

Mairem no había visto nunca amanecer. Sabía que, antes de salir el sol, una luz rosada inundaba el horizonte, mientras la negrura del cielo se transformaba en un azul cada vez más intenso. Pero ella no sabía que era la luz, ni la negrura, ni el color rosa, ni el azul.

Mairem era la hija ciega de Jalil, el alfarero. Su padre le había enseñado a manejar el torno, y los sabios dedos de Mairem creaban las más bellas vasijas que nadie hubiera podido soñar. El palacio y los jardines del califa de Bagdad guardaban muchas de las obras de Mairem.

- ¿Quién ha creado estas preciosas ánforas? – preguntó un día Harum-Al-Raschid.

- Mairem, la hija ciega de Jalil, el alfarero. – le contestó Giafar, su visir.

- Haz que le envíen un precioso velo de la más sutil seda de China. – ordenó el príncipe de los creyentes, que era un gran amante y promotor de las artes.

Pero Mairem no solo tenía la sabiduría de los mejores alfareros. Tenía también una bella voz que, cuando cantaba, hacía que sus vecinos guardasen un reverente silencio, y que los viandantes se detuvieran y preguntasen quién era la que cantaba con tanta armonía.

- Es Mairem, la hija ciega de Jalil, el alfarero. – contestaban los vecinos.

Tenía Harum la costumbre de, despojándose de sus atributos de califa, recorrer de incognito las calles de Bagdad, en compañía de su visir, Giafar, y de Massrur, el jefe de su guardia. Y un día acertó a pasar cerca del alfar de Jalil cuando Mairem estaba cantando.


- ¿Quién es la que canta con tanta armonía? – preguntó Al-Rashid.

- Es Mairem, la hija ciega de Jalil, el alfarero. – contestó Massrur.

- Haz que le envíen unas ajorcas de oro ornadas con las más finas perlas de la India. – ordenó el califa – Y haz que mañana se presente en palacio y cante para mí sus más bellas canciones.

Mairem, acompañada de Jalil se presentó ante Harum cubierta por el velo de seda de China. Y ambos hicieron una profunda reverencia ante él. Al-Raschid le ordenó levantarse el velo, cosa que ella hizo mostrando su rostro encuadrado por las ajorcas de oro y perlas de la India. Pero mantuvo los párpados cerrados para no turbar al califa con sus muertos ojos. Él le pidió que cantara, y ella se arrodilló, se sentó sobre sus talones y cantó sus más hermosas canciones.

Dejó para el final la más bella, que era también la más triste. Hablaba de una mujer que nunca había visto amanecer, que no sabía que era la luz, ni que era la oscuridad, ni los colores. Era una canción tan triste que Harum, emocionado, dejó escapar un par de lágrimas.

Aunque no pudo verlo, Mairem lo supo y, levantándose, se acercó al califa. Giafar y Massrur dieron un paso para impedírselo, pero Al-Raschid los paró con un gesto de sus manos y dejó que Mairem llegase hasta él. Ella extendió las manos y posó los índices sobre las lágrimas en sus mejillas. Luego se frotó los párpados con ellos, abrió los ojos y, por un instante, vio la negra barba del califa, sus rosados labios y el azul intenso de sus ojos. Retrocedió entonces Mairem, volvió a arrodillarse y extendió los brazos al cielo, para postrarse después en el suelo exclamando:


- ¡Grande es Alá, que ha permitido que, por un instante, vea en el rostro del príncipe de los creyentes la inmensa belleza del amanecer!  



1 comentario: