sábado, 10 de diciembre de 2011

Clavileño

Cuando una astronave está tan lejos de cualquier estrella que el conjunto de todas las existentes se ve como una confusa luz en un ángulo del visor de la ca­bina de mando, la soledad habitual de un viaje en el espacio se convierte en un ­vacío positivo, agresivo, que tiende a llenar el espíritu de los tripulantes.

Si, como en el caso de Clavileño, su tripulación se reduce a una sola per­sona, sin ningún compañero con quien intentar desplazarlo, ese vacío puede fácil­mente convertirse en la suicida apatía de no hacer nada por no llegar a ser una par­te más del mismo vacío contra el que tendría que luchar. Más de una vez ha sido encontrado un navegante solitario muerto de inanición y con la despensa llena.

Es por esto que Robert Adams fue seleccionado después de cinco años de ­tests y de pruebas realizadas sobre miles de seres humanos. Es por esto que la construcción de Clavileño, perfectamente adaptado a Robert Adams, costó cinco años más de intenso trabajo a los científicos que lo diseñaron.

A Robert Adams le resultaban excesivamente patéticos los robots con aspec­to y acento de mayordomos de la aristocracia de hacia dos siglos que tanto gustaban a las familias de la clase media. Por eso a los robots imprescindibles se les había da­do en Clavileño un aspecto puramente funcional y se les había dotado de un habla ­metálica y monótona que en ningún momento pudiera sugerir una esencia consciente en ellos.

La pintura era uno de los pasatiempos favoritos de Robert Adams. Por eso se había dotado al calculador central de la nave con toda clase de terminales ópticos ­con los que realizar sus cuadros y de una extensa memoria auxiliar en donde archivarlos hasta que volviera a la tierra.

Otro de sus entretenimientos preferidos era la lectura. Y Clavileño estaba dotado con una biblioteca electrónica comparable, por su tamaño, tan solo a muy po­cas de las bibliotecas de los Estados Confederados.

Los autores preferidos de Robert Adams eran los del Siglo de Oro. Le admiraba su notable ingenio y la profundidad de sus pensamientos. Otras veces era su ingenuidad la que le hacía sonreir.

Encontraba notable, por ejemplo, el que los científicos de la época, con instrumentos francamente rudimentarios, hubiesen conseguido deducir que el espacio era curvo, aún cuando su explicación fuese tan trivial como suponer que era curvo respecto de una cuarta dimensión, en el mismo sentido en el que la superficie de una esfera, que es bidimensional, se curva respecto de la tercera. Con ello podían explicar la ex­pansión del Universo como si se tratase de la superficie de una esfera de goma que se inflase: cualquier punto de ella se alejaría de cualquier otro sin que hubiera en la su­perficie un punto fijo del que se alejaran los demás; todos se alejarían del centro de la esfera .

En este contexto, le hacía sonreir, por ejemplo, la ingenuidad de algunos escritores que suponían, no ya que el espacio era curvo como una esfera, sino que es­taba plegado como una sábana: para ir del embozo a los pies, no era necesario reco­rrerla en toda su longitud, sino que bastaba dar un salto a través de la "cuarta dimen­sión" aprovechando que, al estar plegada, el embozo y los pies se encontraban real­mente próximos.

Incluso los autores que utilizaban como cuarta dimensión al tiempo, lo utilizaban generalmente de forma equivocada. El viajero del tiempo se introducía en su ­máquina, pulsaba un botón y desaparecía de la vista de los demás para aparecer en el mismo sitio mil o dos mil años más tarde (suponiendo, claro está, que no viajase simul­táneamente en el espacio normal). Muy pocos se habían dado cuenta de que si la "máquina del tiempo" se movía sólo en esa dimensión, debía permanecer siempre, durante los ­mil años del viaje, exactamente en el mismo lugar. Lo que ocurría era que mientras que para los espectadores exteriores transcurrían mil años, para el viajero sólo pasaban unas horas o unos segundos.

Los autores del Siglo de Oro tardaron mucho en darse cuenta que "viaje en el tiempo" e "hibernación" eran la misma cosa. De hecho creían tan fácil un viaje al pasado como un viaje al futuro.

Adams sonrió: si el viaje al pasado fuera sencillo, su propio viaje a bordo del Clavileño carecería de sentido. Pero dar marcha atrás al reloj del tiempo era im­posible. La única posibilidad de llegar al pasado era que el reloj tuviese un número de horas limitado; que después de las doce, volviese a sonar la una: llegar al pasado traspasando los limites del futuro. Y ésta era precisamente la grandiosa misión que había sido encomendada a él y a Clavileño: Dar una vuelta completa al reloj del tiempo. Porque, efectivamente, los científicos estaban de acuerdo en que no sólo el espacio era cerrado y se curvaba sobre el tiempo, sino que éste a su vez se curvaba y era ce­rrado sobre el espacio.

Clavileño no era una astronave muy grande, pero si era la más potente y la más resistente. Hacia ya millones de años que había sido lanzada al espacio, dirigida al punto más alejado de cualquier astro o partícula material del universo y no había sufrido aún una sola avería que no hubiese autoreparado en menos de treinta segundos.

Para Robert Adams, por supuesto, apenas si había pasado un par de años: Clavileño era también el más preciso hibernador que jamás se hubiera construido. El defecto más corriente en los hibernadores normales era que no retrasaban por igual el crecimiento de todos los tejidos orgánicos y, aunque esto no tuviera gran importancia en hibernaciones por períodos relativamente cortos, un pequeño fallo podría, en el caso de Clavileño, hacer que al volver a la tierra, Robert Adams se encontrase convertido en un ser monstruoso. De hecho, según sus cálculos, sólo faltaban unos días para la hora cero y el defecto más aparente de Clavileño era que él tenia que cortarse el pelo cada semana si no quería lucir unas melenas desproporcionadas.

"iAstronave a estribor!" dijo la voz monótona del monitor.

Adams dio un respingo y corrió a la cabina de control. Encendió la pantalla del visor y se agitó inquieto durante los pocos segundos en que se formó en ella la ima­gen de una astronave acercándose a gran velocidad.

"Estoy deshibernando por si hay que tomar una decisión rápida para la que yo no esté preparado" continuó la voz.

El rápido proceso de deshibernación quedó reflejado para Adams en que la velocidad con que él veía acercarse a la astronave en la pantalla disminuyó hasta ha­cerse casi imperceptible. Además sintió una ligera sensación de angustia debido a una no totalmente perfecta coordinación de la deshibernación con el simulador de gravedad. A un mayor grado de hibernación debía corresponder una gravedad menor a fin de que el esfuerzo necesario para realizar un movimiento cualquiera fuese siempre equivalen­te al normal.

La astronave que se veía en la pantalla era idéntica a Clavileño. Adams amplió la zona en que debería estar escrito su nombre. Al principio no comprendió lo que veía, pero al darse cuenta de que lo que había escrito era como la imagen en un espejo del nombre de su propia astronave, sintió que un escalofrío le recorría el cuer­po.

"Antimateria'' musitó; y una intensa palidez cubrió su rostro.

Él y todos los que con él habian intervenido en la preparación del viaje del Clavileño sabían muy bien que a cada átomo de materia correspondía un átomo de antimateria; a cada protón, un antiprotón; a cada electrón, un antielectrón; a cada estre­lla, una antiestrella; a la tierra, una antitierra... Lo que no habían imaginado era que en la antitierra hubiera podido evolucionar la vida de forma tan idéntica a como lo hizo en la Tierra como para que también ellos hubieran lanzado una astronave al espacio para dar la vuelta al tiempo.

La materia y la antimateria fueron creadas en el mismo instante, y desde entonces fueron alejándose una de otra no solo en el espacio, sino también en el tiempo, una en el sentido positivo y otra en el negativo. Al ser el espacio y el tiempo finitos y cerrados, materia y antimateria debían volver a encontrarse en el mismo sitio en el ins­tante cero, desapareciendo la una en la otra y produciendo la inmensa energía necesa­ria para que hubiese nuevamente una nueva creación.

Adams sabía todo esto y era por ello que su astronave había sido dirigida al punto más alejado del universo, a fin de que la gran colisión no le afectase. Pero no habían contado con que también los antihombres habían enviado allí un antiClavile­ño. Y si materia y antimateria eran tan exactamente simétricas, el problema no tenía solución ya que, hiciese él lo que hiciese, el anti‑Adams haría exactamente lo mismo y la colisión sería inevitable.

De repente Adams sonrió: "Puedes volver a hibernar. No hay ningún peligro".

Y efectivamente, no lo había: era evidente que para él no había llegado aún la hora cero. Luego para el ocupante del antiClavileño, para el que el tiempo transcurría en sentido inverso, la hora cero ya había pasado. Y no había habido coli­sión, puesto que seguía intacto.

Adams sintió el ligero mareo de la hibernación. Nuevamente, en la panta­lla, la velocidad con que se acercaba la otra astronave aumentó hasta que finalmente pasó por su lado y se alejó.

Adams suspiró aliviado. La materia y la antimateria eran perfectamente simétricas, pero no el espíritu de sus hombres: los antihombres habían equivocado ligeramente el cálculo de la hora cero; lo suficiente como para evitar la colisión.

De repente un blanco fulgurante inundó el universo. Pero fue un solo instante: el instante en que sonó la hora cero.

Roberta Evans suspiró aliviada. La hora cero había pasado y no había ni rastro del antiClavileño que los científicos deterministas habían pronosticado que se estreIlaría contra eIla .

"Astronave a estribor" dijo la voz dulzona del monitor.

Roberta miró la pantalla y enfocó el nombre de la astronave: era el antiClavileño. Por un momento quedó perpleja, luego se echó a reir al pensar que los deter­ministas casi tenían razón.

El antiClavileño se acercó, pasó y se alejó rápidamente en la negrura del universo .

"Gracias a Dios", pensó Roberta ''el pequeño error que ha cometido en su trayectoria ha hecho que no choquemos"

Y sentándose ante el terminal orquestal de la calculadora se puso a tradu­cir en sonidos sus impresiones sobre el momento cumbre del viaje, mientras un robot con apariencia de esclava al estilo de "Lo que el viento se llevó" le servía un daikiri de plátano.


Imagen tomada del blog "Ínsula Barañaria"


3 comentarios:

  1. Mucha nave y antinave, materia y antimateria.

    Yo lo que creo es que el antiClavileño era un torero llamado Romerito de Triana. Era un auténtico cagón y ya tuvo un serio percance con Clavileño hacía millones de años. Cuando vio aparecer otra vez a Clavileño le hizo un quiebro y salió corriendo (en este caso, volando).

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  2. Este supera al otro, que suerte escribir tan bien

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  3. No se publicó mi comentario del otro día!! Me ha encantado el relato! queremos más!

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