Había una vez un águila de porte
tan impresionante y vuelo tan majestuoso que los animales del valle la
consideraban su reina. La temían y la admiraban.
Cuando la veáis ascender en
círculos sobre vosotros, decía mamá coneja a sus gazapos, quedaos quietos sin
mover un músculo, porque el águila tiene una vista portentosa y detecta desde
arriba el más mínimo movimiento. Se lanzará en picado con sus pardas alas medio
cerradas y, a menos que estéis a la entrada de la madriguera, por mucho que
corráis, no escaparéis de sus garras.
Pero, a
medida que pasaban los años, el águila se fue dando cuenta de que iba perdiendo
la vista, e intuyó que algún día los animales del valle dejarían de admirarla o,
aún peor, de temerla. Y que hasta era posible que terminaran por burlarse de
ella. Así que decidió dejar el valle antes de que llegara ese día e irse y
morir en un páramo lejano.
Los
animales del valle, que aún no se habían dado cuenta de su pérdida de visión, después
de verla alejarse, comprendieron que ya nunca volvería. Y pensaron que el valle
se le había quedado pequeño, y se había marchado en busca de un reino más
amplio y más digno de ella.
Esto es
una fábula y, como tal, tiene sus moralejas. Cada cual debe decidir cual toma y
cual deja.
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