Cuando estudiaba tercero de
carrera vivía en el Colegio Mayor Moncloa. Entre los nuevos residentes que
llegaron ese año había dos hermanos nicaragüenses. Miguel era un romántico
empedernido que estaba enamorado de Carmen
Sevilla: todos los días dedicaba un rato a tocar la guitarra sentado frente a
una foto de ella. Rosendo tenía un carácter más deportivo: todos los días se
levantaba temprano para, con unos pantalones cortos y una camisa negra casi
transparente, se dedicaba a correr por los alrededores (entonces no se le llamaba todavía footing a eso).
A medida que se acercaba el
invierno, cada vez más compañeros le aconsejaban que lo hiciera un poco más
vestido, pero él aseguraba que, acostumbrándose poco a poco, el frío sería
perfectamente soportable.
Llegó el invierno y Rosendo cogió
una pulmonía que por poco le lleva a la tumba. Luego le veíamos todas las
mañanas bajar a la universidad envuelto en
un abrigo de pieles con un cuello tan frondoso que apenas si le asomaban los ojos por
encima.
Años después, cuando estuve en
Zurich, enviado por la Junta de Energía Nuclear, también viví en una residencia de estudiantes, la Studentenheim
Fluntern.
Uno de los residentes, cuyo
nombre no recuerdo, era inglés. Todos los días, después de desayunar, miraba el
termómetro que colgaba en la parte exterior de la ventana del comedor. Sacaba lápiz
y papel, hacía un pequeño cálculo para pasar los grados Celsius del termómetro
a grados Farenheit, y salía a la calle abrigado adecuadamente: en mangas de
camisa, con chaqueta, con bufanda, con abrigo...
Un día cayó en la cuenta de que
estaba repitiendo todos los días cálculos prácticamente idénticos, y entonces
decidió hacer una chuleta en la que figuraba, para todo un rango de grados
Celsius, su equivalente en Farenheit. Pegó la chuleta al termómetro y, a partir
de ahí, cada mañana miraba el termómetro, luego la chuleta, y se abrigaba para
salir.
A los pocos días, imitando su
letra, cambiamos la chuleta, añadiéndole varios grados a la columna de los
grados Farenheit. Estuvo más de una semana saliendo bastante desabrigado,
aunque no tanto como para coger una pulmonía, antes de darse cuenta del engaño.
Una de las cosas buenas que tenemos por estas tierras, es el clima, la eterna primavera, en invierno un suéter en las tarde noche y listo..., me imagino que el muchacho terminaría hecho todo un chicarrón del norte. Besos
ResponderEliminarA decir verdad, Rosendo tenía buena fuerza de voluntad; ya me cuesta a mí salir a correr por las noches a correr.
ResponderEliminarY el último caso... Es de tener poca memoria. Creo que con la práctica yo ya me lo habría memorizado (aunque no quisiese)