domingo, 20 de julio de 2014

La corza blanca

Las frases y palabras que figuran entre corchetes corresponden a zonas ilegibles en este texto, de los mejor conservados entre los papiros de Schimatari, que el Profesor Papadopoulos ha completado al considerarlas como muy probables. El texto utiliza además las letras MB para el rumiante del relato, lo que no se corresponde con ningún animal conocido. El Profesor Papadopoulos lo ha traducido por "corza", aún a sabiendas de que Grecia es una de las pocas zonas de Europa en que no existen corzos, porque sospecha que el relato no es original griego, sino importado por alguno de los pueblos que, en sucesivas migraciones, habían conformado lo que luego sería la Grecia clásica. 
  
[A veces me parece recordar la luz] rosada del amanecer invadiendo los cielos como preludio a la esplendorosa salida del sol. A veces me parece recordar la blanca espuma del mar al estrellarse contra los acantilados. A veces me parece recordar la blancura de la nieve, la floración de los almendros, el amarillo estallido de la retama... Pero ya no sé si mi imaginación me engaña, o me engaña mi memoria.

Lo que sí recuerdo sin engaño, y nunca se aleja de mi memoria, es el desnudo cuerpo de una desconocida diosa y la blanca piel de la corza que me llevó hasta ella.

Había dejado ya a los cerdos en la cochiquera. El cielo aún conservaba un rastro de luz, y una enorme luna llena se elevaba sobre los montes y [el bosque cercanos].

Luna llena. La noche perfecta para recoger el sagrado muérdago que se esconde entre las ramas de los robles y que mi anciana madre acostumbraba a colgar en el umbral de la choza.

Había ya guardado algo de muérdago en el zurrón cuando vi agitarse algo blanco entre los árboles. Curioso, me aproximé sigiloso, descubriendo con sorpresa una blanca corza que ramoneaba [tiernos brotes].  

[Debí hacer algún ruido,] pues la corza levantó bruscamente la cabeza, miró en todas direcciones, y se alejó con un trote ligero.

La seguí y, aunque en algunos momentos creí haber perdido su pista, imaginé que se dirigía hacia el arroyo que, entre árboles y peñas, dejaba llegar su murmullo hasta donde yo estaba. Me dirigí hacia una poza que conocía bien, pues la utilizaba a veces para bañarme y desprenderme del olor de los cerdos.
 
Cuando llegué a la poza, siempre silencioso, descubrí bañándose en ella una doncella de cabello oscuro y piel más blanca que la de la corza. Apenas si pude contener el aliento cuando al salir me mostró su cuerpo desnudo. Tan solo fue un instante, un instante de gloria y maravilla, porque nada más grabar su belleza en mi retina, la luz huyó de mis ojos y quedé ciego para siempre.

Creo que me moví y, en mi ceguera, tropecé y caí. Entonces la oí acercarse. Y me acarició el rostro con sus suaves manos.

- ¡Pobre mortal! - exclamó - ¿Acaso no sabes que mirar directamente al sol [produce ceguera]?

Me ayudó a levantarme y me condujo hasta el borde del agua. Allí me quitó los viejos trapos que me cubrían y, siempre de la mano, entró conmigo en el agua. Noté, en éxtasis, como sus manos recorrían mi cuerpo, limpiándolo de su suciedad y sus impurezas. Pensé que, además de la vista, iba a perder la razón y quizás la vida. Mis manos, sin mi permiso, tomaron posesión de su cintura ...

El resto del papiro está muy deteriorado, por lo que solo se han podido traducir las siguientes frases inconexas:

...con el tiempo aprendí a interpretar los rumores que trae el viento, los mil sonidos del bosque, el lenguaje de los pájaros...

...sentí, con el corazón desbocado, como acariciaba mi mano con su lengua...

...subí la mano por su cuello hasta encontrar  un par de cuernecillos sobre su cabeza. Era un joven corzo [macho]...  

jueves, 10 de julio de 2014

Dos anécdotas frias

Cuando estudiaba tercero de carrera vivía en el Colegio Mayor Moncloa. Entre los nuevos residentes que llegaron ese año había dos hermanos nicaragüenses. Miguel era un romántico empedernido  que estaba enamorado de Carmen Sevilla: todos los días dedicaba un rato a tocar la guitarra sentado frente a una foto de ella. Rosendo tenía un carácter más deportivo: todos los días se levantaba temprano para, con unos pantalones cortos y una camisa negra casi transparente, se dedicaba a correr por los alrededores (entonces  no se le llamaba todavía footing a eso).

A medida que se acercaba el invierno, cada vez más compañeros le aconsejaban que lo hiciera un poco más vestido, pero él aseguraba que, acostumbrándose poco a poco, el frío sería perfectamente soportable.

Llegó el invierno y Rosendo cogió una pulmonía que por poco le lleva a la tumba. Luego le veíamos todas las mañanas bajar a la universidad envuelto en  un abrigo de pieles con un cuello tan frondoso  que apenas si le asomaban los ojos por encima.  

Años después, cuando estuve en Zurich, enviado por la Junta de Energía Nuclear, también viví en una residencia de estudiantes, la Studentenheim Fluntern.

Uno de los residentes, cuyo nombre no recuerdo, era inglés. Todos los días, después de desayunar, miraba el termómetro que colgaba en la parte exterior de la ventana del comedor. Sacaba lápiz y papel, hacía un pequeño cálculo para pasar los grados Celsius del termómetro a grados Farenheit, y salía a la calle abrigado adecuadamente: en mangas de camisa, con chaqueta, con bufanda, con abrigo...

Un día cayó en la cuenta de que estaba repitiendo todos los días cálculos prácticamente idénticos, y entonces decidió hacer una chuleta en la que figuraba, para todo un rango de grados Celsius, su equivalente en Farenheit. Pegó la chuleta al termómetro y, a partir de ahí, cada mañana miraba el termómetro, luego la chuleta, y se abrigaba para salir.


A los pocos días, imitando su letra, cambiamos la chuleta, añadiéndole varios grados a la columna de los grados Farenheit. Estuvo más de una semana saliendo bastante desabrigado, aunque no tanto como para coger una pulmonía, antes de darse cuenta del engaño.

sábado, 5 de julio de 2014

Como ser santo

La manera más sencilla de llegar a ser santo es que venga un tío con un pistolón y te diga que  abjures. Tú dices "No abjuro", o "¡Viva Cristo Rey!" o algo por el estilo; el tío te descerraja un tiro, y ya eres santo. 


Naturalmente se trata de que el tío venga solo con el pistolón, porque si trae también unos alicates y se dedica a arrancarte las uñas o a hacerte alguna otra delicadeza de las que es capaz de imaginar la mente humana, la cosa no resulta tan sencilla. Yo, al menos, creo que abjuraría. Luego lloraría, como San Pedro, por haber negado a Cristo; pero abjuraría.

Claro que aunque solo viniera con el pistolón, igual me voy por las patas abajo y también abjuro. Me temo que no tengo madera de mártir.

De hecho creo que no tengo madera de santo. Al menos no de santo con aspiración a sentarme a la derecha de Cristo, como los hijos de Zebedeo. Lo cual no quiere decir que no aspire a ir al cielo cuando muera. Pero me daría por más que satisfecho con un rinconcito pequeño, en el lugar más alejado, desde el que poder contemplar la inmensidad de Dios.

Creo que soy una buena persona, relativamente decente, pero me temo que eso no es mérito suficiente para merecer ese rinconcito.

Claro que, como enseña la Iglesia, no son nuestros méritos los que nos hacen merecer el cielo, sino el sacrificio de Cristo, que derramó su sangre para el perdón de los pecados de todos los hombres. Y ¿va a permitir Dios que una sola gota de su sangre se derrame inútilmente?

Cuentan los Evangelios que Jesús dijo que el único pecado que no será perdonado es el pecado contra el Espíritu Santo, que consiste en negarse a aceptar el perdón de Dios, siendo perfectamente consciente de que quién me lo ofrece es Dios. Pero si yo, durante una temporada, me niego a aceptarlo y luego me arrepiento ¿no me daría el perdón? Claro que sí. Creo que las palabras de Cristo se refieren al momento de la muerte. Quizás el Juicio Final no consista en que Jesús rechace a los malos, sino en que les ofrecerá el perdón y algunos lo rechazarán por soberbia o por odio. 
   
Bueno, quizás me haya pasado tres pueblos en mi interpretación del Juicio Final. Pero aunque no seas creyente, tú que me lees, procura ser una buena persona relativamente decente. Creo que solo con eso nos encontraremos de nuevo en algún lejano rinconcito del cielo.


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