jueves, 30 de mayo de 2013
sábado, 25 de mayo de 2013
Ordenadores en el arte - José Luis Gómez Perales
Otro de los asistentes al Seminario de Análisis y Generación Automática de Formas Plásticas del Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid en las años 68-74 fue el madrileño José Luis Gómez Perales, que componía sus cuadros a base de rectángulos de colores planos con lados de tamaños proporcionales a números de Fibonacci.
lunes, 20 de mayo de 2013
El enchufe americano
Aún no había acabado la segunda
guerra mundial cuando mi padre compró una radio americana. No sé como la
consiguió, porque supuestamente era de las que estaban siendo utilizadas por
los aliados durante la guerra. La recuerdo como una caja rectangular metálica,
verde y gris, con el altavoz a la izquierda y el selector de emisoras,
semicircular y amarillo, a la derecha.
Creo recordar que en el ángulo
inferior derecho había un circulito con una G y una E, pero esto quizás sea un
falso recuerdo y la radio no fuera de General Electric. Lo que sí es seguro es
que era americana, como demostraba fehacientemente el enchufe que llevaba. Sus
patillas no eran cilíndricas, sino planas.
El vendedor podría haber cambiado
fácilmente el, en aquellos años, extraño enchufe por uno normal, pero creo que
no lo hizo precisamente para subrayar la americanidad del aparato. Hubiera podido
dotarlo con un cambiador de enchufe de patillas planas a patillas cilíndricas,
pero quizás no existieran todavía. Lo que hizo fue ponerle una alargadera que
por un lado tenía un enchufe normal y por el otro, uno americano. Pero tampoco debía
ser fácil encontrar un enchufe hembra americano, porque este era también macho.
Las patillas de los enchufes
americanos, además de ser planas, tienen una perforación cerca de la punta, por
lo que lo que hizo nuestro ingenioso vendedor fue unir los dos enchufes machos
con alambres, aprovechando los agujeritos.
Mi padre, consciente del peligro
que implicaba el que semejante invento estuviera al aire, nos advirtió
seriamente de que no lo tocáramos, ya que el consiguiente calambrazo podía
causarnos la muerte. No lo arregló de momento porque el cable, invento
incluido, apenas si llegaba al enchufe de pared más próximo, pero aseguró que
lo arreglaría en uno o dos días.
En realidad tardó algo más de una
semana en arreglarlo, ignorando el terrible trauma que se estaba gestando en mi
mente infantil: ¿Qué podía ocurrir si tocaba el enchufe americano? ¿Se me pondrían
los pelos de punta? ¿Se me saldrían los ojos del órbitas? En los tebeos era lo
que ocurría... Mientras oía música o escuchaba hablar en idiomas exóticos
(francés, inglés, "moro",...), mis ojos no se apartaban del par de
enchufes americanos, a la vez deseando y temiendo tocarlos. Estaba realmente
obsesionado.
Hasta que un día en que el cable no
estaba enchufado a la pared, me dije "ahora o nunca". Lo cogí con la
mano derecha y, armándome de un valor inusitado, acerqué lentamente la izquierda a los enchufes hasta tocar con el índice una de las patillas y con el
pulgar, la otra.
Y el maldito enchufe americano me
largó un calambrazo que a poco me deja seco al instante.
Nunca dije a mis padres que lo
había tocado. De hecho, después de setenta años, es la primera vez que cuento este traumático suceso que me ha dejado, como secuela, un profundo respeto por los enchufes. Sobre todo si son americanos.
miércoles, 15 de mayo de 2013
viernes, 10 de mayo de 2013
Un cuento chino sobre la creación
Este cuento lo he traducido de “Histories autour du ciel et de la terre”, una colección de cuentos chinos recogidos por Véronique Lagny Delatour y Xiaoquin Zeng, y publicado por Éditions “Le Verger des Hespérides” en 2009 en la colección “Tradition orale”:
Hace mucho tiempo, el mundo parecía un gran huevo en cuyo interior estaba todo mezclado: no había cielo, ni tierra, ni sol, ni luna, ni estrellas.
Dentro de este extraño huevo dormía el gigante Pangú. Durmió allí, apelotonado, durante un número de siglos que es imposible precisar, de tantos como fueron, aunque es verdad que el tiempo celeste pasa más lentamente que el terrestre.
Pero llegó el día en que se despertó. No se sabe por qué. Puede que simplemente porque había llegado el momento.
Descubrió que estaba demasiado oscuro dentro del huevo. Estaba oprimido y con una desagradable impresión de asfixia. Para sentirse se estiró. Separó los brazos y las piernas sin pensar en las eventuales consecuencias. Evidentemente, la cáscara del huevo no soportó la sacudida y comenzó a agrietarse. Pangú abrió entonces los ojos, pero todo seguía estando demasiado oscuro. Se impacientó y golpeó vigorosamente con los pies y los puños el magma negro que le envolvía y le impedía moverse. Se reía de los efectos de su brutalidad. Como sus brazos y sus piernas tenían la fuerza del acero, lo negro, concentrado durante siglos, comenzó a separarse. La parte más ligera, el yang, se elevó para convertirse en el cielo. La parte más pesada, el yin, cayó hacia abajo y se convirtió en la tierra.
Después de separar el cielo y la tierra, Pangú se encontró mucho mejor y dio un suspiro de alivio. Quiso levantar las manos, pero el cielo no estaba lo suficientemente alto y le bloqueó bruscamente. Pangú se sentó para reflexionar sobre su problema. En seguida se le ocurrió una solución: Sostendría el cielo con sus brazos.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año ras año, cumplió su objetivo, sosteniendo el cielo sin descanso. Para alimentarse, sorbía los cendales de bruma que pasaban por delante de su boca. Su única preocupación, que no podía quedar sin consecuencia, era que no podía descansar, y aún menos dormir, sin arriesgarse a que el cielo se desplomara.
Empezó sentado, y a medida que la distancia entre el cielo y la tierra aumentaba, se iba estirando, pudiendo pronto adoptar la posición erguida.
El cielo estaba cada vez más alto. Pangú se convirtió en un gigante de miles de kilómetros de altura. Cuando el cielo quedó fijado a una buena distancia por encima de la tierra, Pangú se sintió extremadamente cansado. Levantó la cabeza para mirar al cielo. Luego bajó los ojos para contemplar la tierra, y se dijo que la distancia entre los dos era ya suficiente para permitir el desarrollo de la vida. Cansado, se tumbó para echar una siesta bien merecida después de tantos siglos de intensos esfuerzos. Estaba tan cansado que no tardó en dormirse.
Pero he aquí que su sueño atrasado era tan grande que jamás volvió a despertarse. Sin embargo continuó soñando y reflexionando sobre la creación del mundo. Él se decía: “La existencia del cielo y de la tierra no es suficiente. Hace falta un sol, una luna, corrientes de agua, montañas y seres vivos para poblar toda esta inmensidad.”
Como no tenía fuerza ni para despertarse, decidió donar su cuerpo para crear el mundo. Por eso su cabeza se convirtió en la montaña del Este. Su cuerpo, la montaña del centro. Sus pies dibujaron la montaña del Oeste. Su brazo izquierdo, la montaña del Sur. El derecho, la del Norte. Estas cinco montañas fijaron así los cuatro puntos cardinales y el centro del mundo. Pangú construyó consigo mismo las cinco columnas gigantes que sostienen la bóveda celeste.
A continuación, su ojo izquierdo se convirtió en el sol, estrella que da calor y luz. Su ojo derecho se convirtió en la luna, astro que aclara la noche. Cuando abre su ojo derecho, la luna está llena, y cuando lo cierra, en cuarto.
Sus cejas y sus cabellos se transformaron en estrellas. El viento que salía de su boca se transformaba, según las circunstancias, en viento, en nubes o en bruma. Prestó su voz al trueno y a la tormenta. Su carne se convirtió en tierra fértil y nutritiva, sinónimo de cultivos. Sus huesos y sus dientes se convirtieron en minerales preciosos: oro, plata y jade, por mencionar solo los más importantes.
Su sangre hizo los ríos, su sudor, la lluvia y el rocío. Su vello hizo nacer las flores, las hierbas y los bosques. En cuanto a su alma, aportó los pájaros, los animales y todos los seres vivos.
El gigante Pangú dio su vida para el nacimiento del mundo. Por esto, aún hoy día, hay que respetar la obra de Pangú y cuidar de no estropear su creación.
Dentro de este extraño huevo dormía el gigante Pangú. Durmió allí, apelotonado, durante un número de siglos que es imposible precisar, de tantos como fueron, aunque es verdad que el tiempo celeste pasa más lentamente que el terrestre.
Pero llegó el día en que se despertó. No se sabe por qué. Puede que simplemente porque había llegado el momento.
Descubrió que estaba demasiado oscuro dentro del huevo. Estaba oprimido y con una desagradable impresión de asfixia. Para sentirse se estiró. Separó los brazos y las piernas sin pensar en las eventuales consecuencias. Evidentemente, la cáscara del huevo no soportó la sacudida y comenzó a agrietarse. Pangú abrió entonces los ojos, pero todo seguía estando demasiado oscuro. Se impacientó y golpeó vigorosamente con los pies y los puños el magma negro que le envolvía y le impedía moverse. Se reía de los efectos de su brutalidad. Como sus brazos y sus piernas tenían la fuerza del acero, lo negro, concentrado durante siglos, comenzó a separarse. La parte más ligera, el yang, se elevó para convertirse en el cielo. La parte más pesada, el yin, cayó hacia abajo y se convirtió en la tierra.
Después de separar el cielo y la tierra, Pangú se encontró mucho mejor y dio un suspiro de alivio. Quiso levantar las manos, pero el cielo no estaba lo suficientemente alto y le bloqueó bruscamente. Pangú se sentó para reflexionar sobre su problema. En seguida se le ocurrió una solución: Sostendría el cielo con sus brazos.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año ras año, cumplió su objetivo, sosteniendo el cielo sin descanso. Para alimentarse, sorbía los cendales de bruma que pasaban por delante de su boca. Su única preocupación, que no podía quedar sin consecuencia, era que no podía descansar, y aún menos dormir, sin arriesgarse a que el cielo se desplomara.
Empezó sentado, y a medida que la distancia entre el cielo y la tierra aumentaba, se iba estirando, pudiendo pronto adoptar la posición erguida.
El cielo estaba cada vez más alto. Pangú se convirtió en un gigante de miles de kilómetros de altura. Cuando el cielo quedó fijado a una buena distancia por encima de la tierra, Pangú se sintió extremadamente cansado. Levantó la cabeza para mirar al cielo. Luego bajó los ojos para contemplar la tierra, y se dijo que la distancia entre los dos era ya suficiente para permitir el desarrollo de la vida. Cansado, se tumbó para echar una siesta bien merecida después de tantos siglos de intensos esfuerzos. Estaba tan cansado que no tardó en dormirse.
Pero he aquí que su sueño atrasado era tan grande que jamás volvió a despertarse. Sin embargo continuó soñando y reflexionando sobre la creación del mundo. Él se decía: “La existencia del cielo y de la tierra no es suficiente. Hace falta un sol, una luna, corrientes de agua, montañas y seres vivos para poblar toda esta inmensidad.”
Como no tenía fuerza ni para despertarse, decidió donar su cuerpo para crear el mundo. Por eso su cabeza se convirtió en la montaña del Este. Su cuerpo, la montaña del centro. Sus pies dibujaron la montaña del Oeste. Su brazo izquierdo, la montaña del Sur. El derecho, la del Norte. Estas cinco montañas fijaron así los cuatro puntos cardinales y el centro del mundo. Pangú construyó consigo mismo las cinco columnas gigantes que sostienen la bóveda celeste.
A continuación, su ojo izquierdo se convirtió en el sol, estrella que da calor y luz. Su ojo derecho se convirtió en la luna, astro que aclara la noche. Cuando abre su ojo derecho, la luna está llena, y cuando lo cierra, en cuarto.
Sus cejas y sus cabellos se transformaron en estrellas. El viento que salía de su boca se transformaba, según las circunstancias, en viento, en nubes o en bruma. Prestó su voz al trueno y a la tormenta. Su carne se convirtió en tierra fértil y nutritiva, sinónimo de cultivos. Sus huesos y sus dientes se convirtieron en minerales preciosos: oro, plata y jade, por mencionar solo los más importantes.
Su sangre hizo los ríos, su sudor, la lluvia y el rocío. Su vello hizo nacer las flores, las hierbas y los bosques. En cuanto a su alma, aportó los pájaros, los animales y todos los seres vivos.
El gigante Pangú dio su vida para el nacimiento del mundo. Por esto, aún hoy día, hay que respetar la obra de Pangú y cuidar de no estropear su creación.
No figura en el libro ninguna indicación sobre la posible antigüedad del cuento, pero aunque hay algunas “contaminaciones” posteriores, como medir la altura de Pangú en kilómetros, es realmente antiguo: lo encontré posteriormente en un libro sobre “Mitología clásica china” (Editorial Trotta, 2004), con textos recopilados y traducidos por Gabriel García-Noblejas, profesor de traducción chino-español de la Universidad de Granada. En este libro, el primer mito que aparece es precisamente el de Pan Gu. Traduce el autor párrafos de tres libros chinos, dos de ellos del siglo III, que se complementan, con pequeñas diferencias entre sí .
Como en los mitos hebreo y babilónico, hay una “separación de las aguas”, aunque aquí las aguas sean una materia negra y opresiva. Como en el babilónico, la tierra se construye con el cuerpo de un ser gigantesco. Y como en otros mitos, que veremos, aparece el “huevo cósmico”.
domingo, 5 de mayo de 2013
Los invernaderos reales belgas
Los invernaderos reales de Laeken, en Bruselas, se abren al público todos los años en primavera durante unas tres semanas (este año, del 19/4 al 12/5, salvo los lunes). Están formados por siete invernaderos, unidos por corredores acristalados. En la siguiente vista aérea, tomada de Google Maps, pueden verse los edificios principales en la parte de abajo y, arriba, el edificio más alejado.
Los invernaderos, encargados por Leopoldo II, son obra del arquitecto Alphonse Balat, y contienen una magnífica colección de plantas tropicales y subtropicales, desde enormes helechos hasta sencillos geranios.
A mi me llamó especialmente la atención la colección de fucsias de distintos colores que se utilizan como dosel en los pasillos acristalados.
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