Una cuñada mía, que tiene muy mala leche, dice que desde que existe el Word hasta el tonto del pueblo tiene escrito un libro. Creo que sospecha que yo he escrito uno. Y lo he hecho, pero sin Word. Los "Cuentos de Saturno" los escribí entre 1969 y 1974 con la máquina de escribir Hermes Baby que me regaló mi padre y que aún conserva una hija mía. Por entonces no es que no existiera el Word, es que aún no había PCs.
A imitación de los "Cuentos de Canterbury" de Chaucer, imaginé que se los contaban entre sí un grupo de viajeros. Los diez cuentos de la colección ya los he publicado en este blog. En esta entrada lo que he hecho es incluir la introducción y los comentarios que hacen los viajeros a cada uno de los cuentos, y, en el lugar de estos, unos simples enlaces a las entradas en que los publiqué.
El que estos cuentos tengan unos cuarenta años se nota. Sobre todo cuando hablo de ordenadores. Pero he preferido no modificarlos. Salvo
un par, que fueron publicados en su día, los cuentos solo habían sido leídos por algunos amigos. Siempre me han dicho que no están mal de todo. Amigos. El más
sincero me dijo que los “esquemas” no estaban mal; que se los volviera a dejar
cuando les hubiera puesto la chicha.
La
excusa para que sean tan esquemáticos es que, cuando los escribí, la intención
era realmente que fueran esquemas para un tebeo (ahora se llaman “comics”). No
es que yo dibuje. Dibujo bastante peor que escribo. Es que lo que me hubiera
gustado es que varios dibujantes, adoptando cada uno a uno de los personajes
que cuentan las historias, las hubieran dibujado. Cada cual con su estilo.
Uno
de los cuentos ya publicados es “La tesis”, como ya conté cuando lo incluí en este
blog. El otro se llama “El coleccionista”. La idea original era que lo que
coleccionaba la protagonista fueran las planchas del propio tebeo en que se
deberían plasmar los “Cuentos de Saturno”. Y aprovechar para incluir en el
cuento una semblanza de sus autores. Pero cuando Abel Martín, un amigo pintor,
me pidió un texto introductorio para una colección de serigrafías que estaba
preparando, reutilicé el cuento, escribiendo en la parte que seguía en blanco una
breve descripción de las obras. Las serigrafías, cuento incluido, se expusieron
en la sala Kreisler de Madrid en 1973 o 74. No recuerdo la fecha exacta.
I
‑
Propongo una idea. ‑ dijo Dustin ‑ Hagamos como los peregrinos de Canterbury y
contemos un cuento cada uno. Al que cuente el mejor cuento lo coronaremos con
hojas de laurel ... si es que encontramos laurel en Saturno a un precio
razonable ...
Fue
en el decimonoveno día de nuestro viaje cuando ocurrió la avería. La música
dejó de sonar; la imagen del visor se aplanó completamente para desaparecer
poco después; los juegos electrónicos dejaron de funcionar, e incluso la luz
que iluminaba la sala de recreo tuvo un ligero parpadeo antes de estabilizarse
nuevamente, quizás a un nivel ligeramente más bajo.
La
voz inconfundible del capitán llegó a través de los altavoces para decirnos que
una pequeña avería en los motores obligaba a suspender temporalmente algunos de
los servicios de la nave.
Naturalmente,
los primeros servicios suspendidos fueron los puramente recreativos, aun cuando
un buen psicólogo los habría suprimido justamente al final. Reparar un motor
atómico no es cosa de horas, sino de días o quizás de meses. Si las cosas iban
mal ¿con qué entretendríamos nuestro tiempo libre durante los 147 días que
quedaban de viaje?.
Por
eso la idea de Dustin fue acogida favorablemente, aunque alguno se excusó alegando
que era absolutamente incapaz de contar un cuento con la gracia que un concurso
requería.
‑
La compra del laurel correrá por cuenta de aquellos que no cuenten cuentos. ¿De
acuerdo? ‑ propuso Dustin.
Pero
antes de continuar, parece oportuno que haga una somera presentación de los
pasajeros de aquel viaje a Saturno, con los que pasé tantas horas agradables
contándonos historias, algunas quizás verdaderas, inventadas las más:
Dustin
era un joven de unos veinticinco años de edad, impecable en su forma de vestir
y siempre correcto y amable con todos. Su cabello negro, que caía en bucles
perfectos hasta rozar ligeramente sus hombros tenían un reflejo metálico lo
suficientemente intenso como para ser agradable, pero no tanto como para que no
pudiera pensarse que era perfectamente natural. Sus pantalones, también
negros, tenían exactamente los mismos reflejos y su pecho y brazos, bien
formados y ligeramente musculosos, indicaban un hombre que practicaba el
culturismo, aunque en forma moderada. El hecho mismo de que no utilizase camisa
ni otra clase de prenda para cubrir la mitad superior de su cuerpo, indicaba
que se complacía en que lo admiraran. Era hijo de familia rica y hacía el viaje
a Saturno sólo por afán de aventura, aunque probablemente también en esto
tuviera su parte el que, en aquellos días, un viaje a Saturno era un motivo
más para ser admirado al volver a la tierra, donde ir a la luna era ya cosa que
cualquier empleado podía hacer, aunque solo fuese una vez en su vida.
También
por afán de aventuras, aunque de orden completamente distinto, viajaba en
nuestra compañía Svenson, un simpático viejo, vestido a la antigua, que nos miraba
por encima de las gafas con ojos picarones cada vez que alguien decía, o él
creía entender, alguna cosa de sabor picante. Svenson había deseado desde su
infancia ser astronauta; le habría gustado estar entre los primeros que
conquistaron Venus y Marte y, más tarde, entre los que primero pisaron Júpiter
y Saturno. No pudo serlo entonces por tener una pierna menos desarrollada de lo
normal. Poliomelitis. Pero ahora, al cumplir los cien años de edad, con sus
biznietos trabajando y ganando dinero, había juntado sus ahorros y comprado un
billete de ida y vuelta a Saturno, con la esperanza quizás de morir allí. Con
la esperanza quizás de volver. No lo sé. Pero con la seguridad absoluta de que
el hombre tardaría aún cien años en llegar a Urano y él, por tanto, habría
llegado más lejos que nadie de su generación .
Contando
conmigo, periodista enviado por la
RTV , el cuarto pasajero que no formaba parte de la expedición
científica era María Scápoli. En realidad se llamaba Giuseppina, pero como su
nombre no le gustaba, se hacía llamar María. Era la esposa de Francesco Scápoli,
uno de los biólogos que fueron a Saturno en la anterior expedición. Francesco
había encontrado allí una especie de protozoos sociales y había decidido
dedicar su vida a estudiarlos. Por eso, junto a una ciénaga metílica en la que
estos abundaban, instaló su casa y su laboratorio, orientándolos de forma que
desde la sala y el dormitorio se viese siempre el fantástico arco iris de los
anillos de Saturno. Y una vez todo a punto, sólo faltaba María, con sus
grandes ojos negros, para que Saturno se convirtiera en su paraíso particular.
El
jefe de la expedición científica era el Prof. Valls. Se casó siendo estudiante
y tuvo tres hijos morenos de ojos azules. Tenían los tres la misma cara de
muñecos traviesos, y si no fuera por la estatura, se diría que fueran
trillizos. Una noche de invierno los dejaron solos en su chalet de la sierra y
se fueron a bailar. Nadie sabe como pudo ocurrir, pero el chalet ardió y los
tres niños murieron abrasados. El matrimonio se disolvió y él se hizo
esterilizar para no volver a tener hijos a quienes cobrar afecto. Desde
entonces dedicó su vida por completo a la Ciencia , llegando a ser considerado como uno de
los más grandes investigadores de su época.
Gecko,
médico y químico, era el segundo jefe. La intensidad de su mirada subyugaba a
todo el que le oía, dándole la impresión de que sus palabras, por banales que
fueran, estaban cargadas de una profunda sabiduría. Con su pelo largo y su
barba rizada tenía todo el aspecto de un Cristo demagógico, aspecto que realzaba
intencionadamente utilizando largas túnicas de tonos apastelados. Había quien
aseguraba incluso que era miembro de una secta esotérica en la que todos sus
miembros eran concienzudamente adiestrados en decir las cosas de la forma más
ininteligible posible, hábito que, desde que el hombre es hombre, ha
contribuido a afianzar la fama de quienes lo practican.
Jenny
era la secretaria. Rubia, menuda y nerviosa, estaba constantemente enamorada.
Pero no del mismo hombre. Era raro el amor que le duraba más de una semana. Los
síntomas eran siempre parecidos: "¿Sabes que Fulano escribe
poesías?" o "Mengano es inteligentísimo. Está trabajando en un
teorema que, cuando lo demuestre, revolucionará todas las matemáticas".
Luego venía algo así como: "Fulano me ha dedicado una poesía. Me compara
con una fresca fontana a la que acuden los nenúfares a calmar su sed" o
"Me ha dicho Mengano que siempre que en sus fórmulas aparece un seno o un
coseno, se acuerda de mi. ¡Que pícaro!". Un día Jenny deja de hablar de
él. Casi ni le mira. Y cuando él no está con nosotros dice de repente: "Me
voy a mi camarote". Y luego, por si alguien no la ha oído, dice más alto:
"Estoy cansada". Y cuando está en la puerta: "Tengo un dolor de
cabeza espantoso. Voy a acostarme". Nadie iba jamás a molestarla a su
camarote, por supuesto. Entre otras cosas, porque todos estábamos convencidos
de que allí era precisamente donde no estaba. El final del romance venía cuando
Jenny preguntaba: "¿Sabes que los nenúfares no pueden acudir a las fontanas
ni a ninguna parte, porque son unas plantas? " o ''¿Sabes que los senos y
los cosenos son funciones trigonométricas?''. Y luego: "Se necesita ser
bruto" o "Ese hombre tiene la cabeza cuadriculada" ...
Dieudonné
no era el nombre más apropiado para el repulsivo aspecto del geólogo de la
expedición . Su cara lisa, en la que los ojos apenas si eran un par de agujeros
inanimados por los que entraba la luz en su cerebro, no podía disimular, a
pesar de los esfuerzos de la cirugía estética, la falsedad de una nariz y unas
orejas de plástico que no servían para oler, aunque si mejorasen algo la
audición. Su boca era una estrecha raja por la que las palabras fluían
sinuosamente cuando hablaba. Y sus dedos, monstruosamente gordos parecían las
herramientas menos apropiadas para manejar los delicados instrumentos de un
laboratorio. Nació a pesar de todos los anticonceptivos que tomó su
madre. Quizás por eso le llamaron
Dieudonné.
Graves
era su ayudante. Hombre ya maduro y de gran experiencia, había trabajado
algunos años en Marte, donde hizo una pequeña fortuna, que derrochó rápidamente
al volver a la Tierra. Era
sin duda homosexual, pero él siempre aparentaba no serlo, aunque a menudo se le
veía intimando con los guapos suboficiales homosexuales de la tripulación. Seguramente
no lo había ni siquiera alegado en los impresos de declaración de impuestos, a
pesar de las notables exenciones que esto podía suponerle. En el fondo era
lógico, porque aunque oficialmente los homosexuales estuviesen ya reconocidos
como benefactores de la humanidad por ayudar a frenar la explosión demográfica,
los prejuicios de tantos siglos hacían que mucha gente no pudiera evitar aún el
sentir una cierta repugnancia y desconfianza hacia ellos.
Había
en la sala algunos miembros más de la expedición, así como algunos tripulantes,
pero como no contaron cuentos y apenas si intervinieron en la conversación,
dejaré su descripción para mejor ocasión.
‑
Empecemos por una mujer ‑ dijo Dustin ‑ Propongo que el primero lo cuente la Sra. Scápoli.
‑
Puesto que vamos hacia Saturno, les contaré una historia que me contó mi esposo
sobre el primer hombre que vio sus anillos:
II
‑
El relato me ha parecido excelente ‑ comentó el Prof. Valls ‑ sobre todo por la
gracia que la Sra.
Scápoli pone al contarlo, pero debo de advertirles que no se
trata de un cuento, sino de la pura realidad histórica, salvo quizás en algún
pequeño detalle.
-
¿Y quién descubrió que realmente se trataba de anillos? ‑ preguntó Svenson.
‑
Fue un astrónomo holandés, Huygens, en 1655 ‑ dijo Gecko.
‑
Pues si todos los descubrimientos que hizo eran como ese, Galileo era un
parpuchón aseveró Jenny.
‑
Señorita, ‑ replicó Graves ‑ ignoro el significado exacto de la palabra que ha
utilizado, pero de una cosa si estoy seguro, y es que si Vd. hubiera vivido en
aquella época y hubiera tenido la mínima curiosidad de observar Saturno con un
telescopio, se habría quedado con la primera explicación, la de las orejas,
utilísimas sin duda para enterarse de todos los chismorreos de la tierra.
‑
¿Por qué no cuenta Vd. ahora su cuento, Profesor Valls? ‑ pidió Dustin con
rapidez, sin duda para salvar la violenta situación creada por Graves.
III
Cuando
el Prof. Valls terminó su cuento hubo unos instantes de silencio, interrumpidos
finalmente por la pregunta de Jenny:
-
¿Y le dieron el titulo de Doctor?
‑
Esta vez si era un cuento, señorita Jenny ‑ contestó el Profesor ‑ aunque de
haber ocurrido una cosa así estando yo en el tribunal, mi voto habría sido
favorable.
-
Pero nosotros estamos vivos de verdad, ¿no es cierto? ‑ intervino la Sra. Scápoli.
‑
Por supuesto. Si nosotros fuésemos una imagen virtual de lo que realmente
sucedió en Andrómeda hace millones de años, allí habría sucedido exactamente lo
mismo y habrían llegado como nosotros a la conclusión de que también ellos eran
una imagen virtual, lo que resultaría absurdo.
‑
No tan absurdo, ‑ comentó Gecko ‑ si en vez de suponer que hay una galaxia
inicial supusiéramos que hay toda una cadena cerrada en la que la primera fuera
a su vez la imagen virtual de la última. El ciclo se repetiría entonces
ininterrumpidamente y no habría ninguna galaxia real. O si lo prefieren, todas
serían igualmente reales.
‑
Eso implicaría infinitos mundos, todos exactamente iguales entre si, copiándose
una y otra vez a lo largo de un tiempo infinito ‑ dijo Dustin con un cierto
tono de duda en la voz.
‑
No ‑ replicó Gecko ‑ Si hacemos la hipótesis de que el tiempo también es finito
y vuelve a empezar en el mismo instante en que termina, solo sería
estrictamente necesaria una galaxia, que sería imagen virtual de si misma y por
tanto perfectamente real.
-
Eso suena muy interesante, pero no muy inteligible, ¿Podría aclararlo un poco
más?.
-
Si les parece, aprovecharé que tengo que contar mi cuento para aclararlo.
Y
Gecko contó la siguiente historia:
IV
Nuevamente
fue Jenny la que inició la discusión:
‑
Perdone, Sr. Gecko, pero si las cosas no estaban antes claras, ahora están oscurísimas. Me parece que su cuento no tiene
ni pies ni cabeza.
‑
Si tiene pies y cabeza, Jenny, lo que ocurre es que en mi cuento los pies y la
cabeza son una misma cosa.
‑
Lo que ocurre ‑ terció Graves ‑ es que las mujeres son incapaces de seguir con
lógica un razonamiento, salvo que se trate de modas, de sombreros o de zapatos
. . . Vamos . . . que tienen la cabeza en los pies y los pies donde deberían
tener la cabeza.
‑
Yo no es que lo haya entendido todo, ‑ dijo la Sra. Scápoli ofendida
‑ pero me parece que las alusiones al tiempo y al espacio eran bastante claras.
‑
Es Vd. muy duro con Jenny, ‑ intervino Dieudonné con su voz sibilante ‑ Es
evidente que los cuentos que se han contado no ofrecen mucha dificultad de
comprensión para un científico, pero para quién no lo sea, hombre o mujer,
encierran algunas dificultades.
‑
Yo soy un hombre práctico, no un científico, ‑ dijo Graves ‑ y creo que me he
enterado bastante bien. Me gustaría saber si alguien será capaz de entender el
cuento que cuente ella.
‑
¿Por qué no lo hace ahora? ‑ pidió Dustin, volviéndose hacia Jenny.
‑
Bueno. Si quieren les cuento un cuento muy divertido sobre el Hombre
Enmascarado ... Vds. habrán leído algún tebeo del Hombre Enmascarado, ¿Verdad?
... iAy, son todos Vds. tan serios! ...
‑
Yo tengo la colección completa ‑ dijo Dieudonné ‑ y estoy seguro de que todos
los presentes habrán leído alguno alguna vez.
‑
A mi me gustaban más los de ciencia‑ficción ‑ dijo Svenson ‑ hasta los doce
años, por supuesto, en que empezaron a gustarme los tebeos pornográficos.
‑
Bueno, pues ahí va mi cuento:
‑
¿Qué les ha parecido mi cuento?... ¿No es una monería? - preguntó Jenny.
‑
Es muy gracioso ‑ dijo Svenson ‑ Estoy seguro de que le ha gustado incluso al
Sr. Graves.
‑ Debo reconocer que no está mal ‑ convino éste ‑ Realmente
me ha sorprendido. Pero imagino que ese cuento no será original suyo, ¿verdad,
Srta. Jenny?.
‑
No. No era mío... ¿el cuento tenia que haberlo inventado yo?.
‑
Claro que no ‑ dijo Dustin ‑ Lo importante es que fuera entretenido, y el suyo
lo ha sido... Sr. Dieudonné, ¿Qué tal si ahora nos contase Vd. el siguiente?.
‑
El mío si va a ser original. ‑ dijo Dieudonné ‑ Lo he estado pensando mientras
escuchaba el de Jenny, y está especialmente dedicado a ella. A ella y a todos
los que no hayan entendido el cuento de Gecko.
Vl
‑
¿A qué esta vez lo ha entendido todo, Jenny? ‑ preguntó Dieudonné.
‑
Creo que si ‑ contestó ella ‑ Bueno... casi todo.
‑
A mi me parece muy bien lo que ha contado ‑ dijo Dustin ‑ aunque eso de llamar
"cuarta dimensión" al tiempo es una forma más o menos parabólica de
hablar, ya que, cuando se habla de dimensión, se sobreentiende siempre la palabra
espacial. El tiempo no es una dimensión por la que se pueda "andar".
‑
Evidentemente, el tiempo no es una dimensión espacial, ‑ contestó Dieudonné ‑
porque el espacio, en el sentido más normal de la palabra, está constituido,
por definición, por las tres dimensiones habituales. No obstante, es tan
parecido a ellas que, contrariamente a lo que Vd. afirma, el tiempo es una
dimensión por la que si se puede "andar". Cuando andamos por el
espacio, andamos también por el tiempo.
‑
Si eso fuera así, bastaría darse un poco de prisa y llegaríamos a pasado mañana
dentro de media hora ‑ contradijo Graves.
‑
No. Al igual que por mucho que corramos en una dirección determinada no podemos
recorrer diez kilómetros sin recorrer primero uno. ¿Saben Vds. Io que es la
foto‑finish?.
El
Profesor Valls dijo que sí, pero la mayor parte de los asistentes denegó con la
cabeza, por lo que Dieudonné les explicó el funcionamiento de esas máquinas
fotográficas especiales que se utilizan para dilucidar quién llegó el primero
a la meta en las carreras.
‑
En una fotografía normal retratamos lo que en el instante de apretar el
disparador se encuentra dentro del ángulo de visión de la cámara. En la foto‑finish
el ángulo de visión es sólo una rendija: la línea de meta. Pero ésta no se
fotografía sólo en un instante determinado, lo que daría una línea sobre el
negativo. El obturador queda abierto durante todo el tiempo que los corredores
tardan en pasar ante ella y, simultáneamente, la película fotográfica se va
moviendo. De esta forma, por cada fracción de segundo que pasa, la película se
mueve una fracción de milímetro, y todo lo que a lo largo del tiempo va pasando
ante la rendija, se va impresionando sucesivamente a todo lo ancho de la
película. Así, al pasar la cabeza de un corredor por la línea de meta, pasa
primero la punta de la nariz, luego, los orificios nasales y luego, las
pestañas, las pupilas, el rabo del ojo, las patillas, las orejas y la nuca...
Como la película corre al mismo tiempo que el corredor, todas estas cosas
quedarán impresionadas en ella exactamente en el mismo orden, y al revelarla,
veríamos perfectamente su cara.
‑
Si la velocidad de la película es la correcta ‑ aclaró el Prof. Valls.
‑
Por supuesto.‑ continuó Dieudonné ‑ Si la película va demasiado deprisa, la
nariz se impresionará demasiado lejos de las orejas y obtendríamos un perfil
excesivamente ancho, y si va demasiado lenta, estaría demasiado cerca y
obtendríamos un perfil verticalmente alargado.
‑
Claro ‑ intervino Jenny ‑ y como los pies pasan por la meta antes que...
bueno... que el trasero... obtendremos una fotografía de cuerpo entero...
‑
Exacto. Como pueden ver, en esa fotografía, lo único que se ha retratado es la
línea de meta y su anchura no corresponde a una dimensión espacial, sino
temporal. La distancia que hay desde un extremo al otro de la foto es el
tiempo que el obturador ha estado abierto, y la distancia entre corredor y
corredor es el tiempo que ha tardado el segundo en atravesar la meta después
del primero.
‑
Muy interesante ‑ dijo Graves ‑ Ahora que lo dice, creo que yo he visto alguna
fotografía de esas, y los corredores parece que efectivamente están
corriendo... Pero entre parecer y estarlo haciendo de verdad hay un buen
trecho...
‑
Querido amigo ‑ dijo Dieudonné haciendo una mueca con su delgada boca, que
había que suponer que era una sonrisa ‑ Aún no he terminado mi explicación. En
el ejemplo que he puesto, hemos visto al tiempo retratado como si fuese una
dimensión espacial. Si me lo permiten, voy a explicarles ahora una experiencia
por la que se puede obtener exactamente lo contrario: hacer funcionar una
distancia como si fuese el tiempo.
Esperó
un instante por si alguien se oponía a que siguiese hablando del tema, pero,
como todos le estaban escuchando, continuó:
‑
Supongamos que estamos en el escenario de un teatro y que disponemos 240
cámaras fotográficas en círculo, alrededor del primer bailarín de un ballet.
Todas las cámaras enfocando un mismo punto, a 2 metros de altura sobre
el centro del circulo. Y en el momento en que el bailarín se remonta en su más
espectacular salto, disparamos todas las cámaras. Las 240 fotografías así
obtenidas las montamos ordenadamente en una película cinematográfica, y las
proyectamos a 24 imágenes por segundo. Lo que veremos en la pantalla será al
bailarín, completamente estático durante 10 segundos, suspendido en el aire,
mientras nosotros damos una vuelta completa a su alrededor. Los 40 metros , que
aproximadamente medirá el circulo de cámaras, se habrán convertido en los 10
segundos de la proyección.
Dieudonné
hizo un silencio mientras los demás asimilaban el ejemplo. Luego continuó:
‑
El tercer ejemplo que les voy a poner transpone simultáneamente el tiempo en
una dimensión espacial, y esa dimensión en tiempo. Para ello volveremos a la
pista de carreras y colocaremos 240 cámaras de foto‑finish, una junto a otra,
a lo largo de la pista y mirando todas hacia ella. Cuando los corredores
empiecen a pasar ante la primera, las disparamos simultáneamente. Al proyectar
las fotos, como en la experiencia anterior, los diez segundos de proyección
serán la transposición temporal de la recta formada por las cámaras, y la anchura
de la pantalla será la espacial del tiempo que ha durado la toma de las fotos.
Además, si proyectamos las fotos en orden inverso al del recorrido de los
atletas, los veremos correr. Correr en eI
tiempo.
‑
Eso que dice, suena muy convincente ‑ dijo Graves ‑ pero a mi me gustaría
verlo. Me parece muy raro que el tiempo sea una dimensión igual que las demás.
‑
Tiene Vd. razón ‑ intervino el Prof. Valls ‑ Quizás no sea exactamente igual
que las demás. En la foto‑finish, si un galgo pasa corriendo ante la rendija,
pasará primero el hocico, luego el cuerpo, y al final la cola, quedando
registrados por este orden en la película que se va deslizando. Pero, y esto es lo curioso, es indiferente que el galgo corra de derecha
a izquierda o de izquierda a derecha. Al deslizarse la película en un solo sentido,
aunque pasen dos galgos corriendo en direcciones opuestas, la foto‑finish nos
los mostrará corriendo en la misma. ¿Que efecto tendría esto en su tercer
experimento?.
Dieudonné
volvió a hacer su mueca‑sonrisa:
‑
Ocurrirá que uno de los galgos correrá correctamente, mientras el otro lo hará
de espaldas, en sentido inverso. Pero a mi entender esto no demuestra que el
tiempo sea distinto de una dimensión espacial, sino precisamente lo contrario.
Creo que nuestro espacio tiene más de tres dimensiones, y una de ellas es el
tiempo. Lo que ocurre es que nuestra mente está construida algo así como un
foto‑finish y solo es capaz de verlo a través de una rendija tridimensional. Y
como en un libro, solo es capaz de leerlo en un sentido. Leído en sentido
inverso, apenas si somos capaces de entenderlo.
‑
Yo veo muchas cosas que van de derecha a izquierda ‑ dijo Graves ‑ y muchas que
van de izquierda a derecha. Pero todavía no he visto nada que vaya marcha atrás
en el tiempo.
‑
Sr. Graves ‑ insistió Dieudonné ‑ En el ejemplo de los galgos, que tan
acertadamente expuso el Prof. Valls,
el foto‑finish ve a los dos galgos corriendo en el mismo sentido, a pesar de
que en la realidad corrían en sentidos inversos. Aunque algo se moviera en
sentido inverso en el tiempo, Vd. Io vería moviéndose... 'evolucionando' seria
la palabra más adecuada... en sentido directo. De hecho la antimateria,
observada experimentalmente en laboratorio, funciona exactamente como si fuera
materia evolucionando en sentido inverso en el tiempo.
‑
A propósito de antimateria ‑ dijo el Prof. Valls ‑ Hay algo en su cuento... y
en el de Gecko, con lo que no estoy de acuerdo: No creo que haya un momento
inicial en el que la materia se separa de la antimateria, o final ‑ para el
caso es lo mismo ‑ en que se destruyan mutuamente para volver a empezar. Mi
opinión es que materia y antimateria están constantemente creándose y
destruyéndose, aunque esto no contradice en absuloto su hipótesis de que el
tiempo se cierre en una curva sobre el espacio al igual que éste se cierra
sobre el tiempo.
‑
Por supuesto, tiene Vd. razón. Quizás no haya en toda la curva del tiempo un
punto tan singular. No obstante, para el cuento, resultaba más espectacular.
Pero... ¿No es hora de que alguien cuente ya otro cuento?... Dustin, ¿por qué
no lo cuenta ahora Vd.?
‑
Si me permiten que el mío no sea tan "científico"... ‑ Dijo Dustin,
empezando en seguida, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de dar su
opinión:
VII
"Es
horrible", dijo Jenny,"¿Cree Vd. que una cosa así puede ocurrir en
realidad? ¿Que unos animales terminen por utilizarnos como si fuéramos su
ganado?"
"A
juzgar por su inteligencia", dijo Graves, "no eran más animales que
Vd."
"No
serán.", corrigió el Profesor Valls, "El Sr. Dustin ha contado todo
el cuento en futuro."
"Es
lo lógico.", explicó el aludido, "Si una cosa ha de ocurrir en el futuro,
pienso que lo lógico es contarla en futuro y no en pasado, como es
habitual".
"Si,"
asintió el Profesor,"lo que ocurre es que, al contarlas en futuro, es
mucho más difícil conseguir que los oyentes se crean la historia."
"Esta
historia", volvió a intervenir Graves, "sería igualmente increíble
aunque se contase en pasado".
"Por
supuesto.", confirmó Dieudonné, "Pero no se trata de que sea creíble
en forma absoluta, como realmente ocurrida o que ocurrirá, sino de que tenga
un grado de credibilidad suficiente como para que el auditorio admita, a partir
de unas determinadas hipótesis, quizás increíbles, el desarrollo del resto de
la historia... El cuento de Caperucita, por ejemplo, con la hipótesis de que el
lobo es inteligente y capaz de hablar, es perfectamente creíble... con un
cierto grado de credibilidad".
"¿Por
que no cuenta ahora Vd. su historia?", dijo el Profesor Valls dirigiéndose
a mi, "Como periodista, seguramente sabrá darle visos de realidad, aunque
sea inventada."
"Ese
es su oficio", intervino Graves con evidente mala intención. Pero yo no me
di por aludido y conté...
VIII
"Eso
de las puertas que hablan me recuerda otra historia", dijo Justin,
"¿Puedo contarla?"
"Desde
luego", dijo el Prof. Valls, "no creo que nadie tenga inconveniente"
IX
‑
Muy ingenioso ‑ dijo el Prof. Valls.
Y
después:
‑
¿Quién piensa aún contar un cuento?
‑
Que lo cuente el Sr. Graves ‑ pidió Jenny ‑ Vamos a ver que tal le sale después
de tanto cacareo.
‑
¿Cacareo? ‑ protestó el aludido ‑ He reconocido que el suyo no estaba mal
¿no?... Pues entonces... Además, yo no he dicho en ningún momento que yo fuera
un cuentista excepcional... Bueno, si les parece les contaré algo que realmente
me ha ocurrido:
X
‑ Ja ... Ja ‑ Dijo
Jenny con reticencia.
‑ ¿Qué quiere decir
"Ja ... Ja"? ‑ Pregunto Graves imitando el tono usado por ella.
‑ Simplemente quiere
decir eso: Ja ... Ja ... ‑ Replicó Jenny ‑ Vamos... que eso no le ha sucedido a
Vd.. Al menos, no en la forma que lo cuenta.
Graves la miró
sorprendido:
‑ ¿Por qué?
‑ Mire. Yo seré tonta,
pero hay dos cosas que no encajan: Primero, si Vd. volvió a la Tierra con todos sus
diamantes ¿qué necesidad tenia de volver ahora al espacio como ayudante
geólogo?.
‑ Bueno, verá... ‑
explicó Graves un poco aturrulladamente ‑ Después de tantos años en Marte...
sin mujeres... pues... Bueno, que me gasté el dinero más aprisa de lo que había
calculado...
‑ Hay vicios más caros
que las mujeres ¿sabe Vd? ‑ dijo Jenny ‑ Además, en segundo lugar... Viniendo
en esas condiciones de Marte ¿a qué padre medio celoso y con dos dedos de frente
se le iba a ocurrir acostar a su hija en el mismo camarote que dos hombres y
dejarla allí sola hora y media sin preocuparse demasiado de quien sale y quien
entra?... Si en vez de una chica fuera un chaval...
Graves se puso
encarnado y, levantándose, salió de la habitación sin decir una palabra, con
aire de dignidad ofendida.
‑ Jenny ‑ dijo
Dieudonné ‑ Antes fue él muy duro, pero ahora creo que es Vd. quien se ha
pasado de la raya.
‑ Me molestan los
homosexuales ‑ dijo ella.
‑ He estado pensando, Sr.
Dieudonné, ‑ dije yo, cambiando de conversación ‑ si su teoría de que nuestro
cerebro actúa como una cámara de foto‑finish no podría explicar algunos
fenómenos como la paramnesia, por ejemplo.
Dieudonné se quedó
pensativo un momento, y la
Sra. Scápoli preguntó:
‑ ¿Y eso que es, la
paramnesia? .
‑ ¿Vd. no ha tenido
nunca la sensación, ‑ le expliqué ‑ al llegar a un sitio en el que nunca había
estado antes, de que ese sitio ya lo conocía? ¿O, al encontrarse en una determinada
situación, de que eso ya le había ocurrido antes, y saber de antemano exactamente
lo que va a pasar?.
‑ Lo de ir a un sitio
y parecerme que ya lo había visto antes, si me ha ocurrido. ‑ dijo ella - Pero
seguramente es que lo había visto en una foto o en una película...
‑ Si ‑ Le contesté ‑ A
veces puede ser esa la explicación, pero no siempre.
‑ A mi lo que si me ha
ocurrido ‑ dijo Dustin ‑ es soñar alguna cosa, que luego efectivamente me
sucedió.
‑ En el fenómeno de la
paramnesia, la sensación de que eso ya ha ocurrido se tiene en el mismo momento
en que ocurre.
‑ De todas formas, ‑
intervino Dieudonné ‑ no deja de ser algo parecido y quizás la explicación
pueda ser similar. Veamos, Vd. sugiere ‑ dijo mirándome con sus diminutos
ojillos - si no me equivoco, que puesto que la estructura del tiempo es similar
a la del espacio, si es que no es exactamente igual, nuestra alma podría en
determinadas condiciones, liberarse por unos instantes del foto‑finish de
nuestro cerebro y abarcar en una sola mirada, como quien sube a un lugar
elevado, un mayor horizonte temporal que el que normalmente ve. Si el instante
de liberación dura menos que el horizonte abarcado, sabría de antemano
exactamente lo que va a suceder.
‑ Bueno, no es
exactamente la explicación que yo había pensado, ‑ le dije ‑ pero el resultado
es igual. Yo pensaba que el "foto‑finish" podría estropearse un
instante, abrirse la rendija por la que entra la luz de lo que en ese instante
está ocurriendo, y entrar luz correspondiente a instantes anteriores y
posteriores simultáneamente.
‑ Bien ‑ dijo Dustin ‑
Entonces en el sueño ¿qué impide que el alma, vagando libremente, se eleve por
los cielos y dirija su mirada hacia un punto del futuro tan lejano como
quiera?.
‑ ¡Los profetas! ‑
interrumpió Jenny ‑ ¿Qué me dicen de los profetas?... ¿No serian señores en los
que el foto‑finish funcionaba francamente mal y se dedicaban a ver, incluso
despiertos, las cosas que iban a pasar?.
‑ Por favor, Jenny ‑
protestó la Sra. Scápoli
‑ las visiones de los profetas tenían un origen sobrenatural. Eran producidas
por Dios para bien de los hombres.
‑ Sra. Scápoli, ‑
intervino Dieudonné ‑ nada impide que Dios utilice medios naturales para
obtener los resultados que desea. No me parecería nada sorprendente que, de una
u otra forma, todos los milagros se pudieran explicar.
‑ Decir que todos los
milagros se pueden explicar ‑ volvió a protestar ella ‑ es prácticamente lo
mismo que negar la intervención de Dios. ¿Qué necesidad hay de Dios si todo
ocurre por causas naturales?.
‑ La intervención de
Dios podría estar, no en los medios empleados ‑ explicó Dieudonné sino en la
ocasión en que se realizan. ¿Por qué los profetas vieron lo que tenían que ver
y no otras cosas? ¿Por qué los leprosos se curaban y los ciegos veían cuando
Cristo lo ordenaba?... Quizás la curación fuera perfectamente natural... El
milagro es que se realizara precisamente entonces.
Svenson miraba a los
dos como quien ve visiones. Por fin dijo:
‑ Pero, bueno, ¿es qué
son Vds. cristianos?.
Y como ellos se
limitaron a mirarle sin contestar, continuó.
‑ Comprendo que la
señora... al fin y al cabo, una mujer... ¡Pero todo un científico de la talla
del Sr. Dieudonné!...
‑ ¿Qué tiene que ver
que uno sea hombre o mujer, científico o viajante de comercio? -preguntó el
aludido.
‑ Parece completamente
ilógico que un científico pueda creer una sarta de... bueno, no quisiera
ofenderle... de absurdos...
‑ ¿Absurdos? ¿Por qué
absurdos?
‑ Bueno, son cosas que
no se pueden demostrar. Nadie ha demostrado de verdad, científicamente, que
Dios exista, o la otra vida o... Ni nunca podrá demostrarlo nadie.
‑ Tiene Vd. razón ‑
concedió Dieudonné ‑ Seguramente nadie podrá probar nunca científicamente la
existencia de Dios. Pero tampoco podrá nadie probar su inexistencia. Y si no se
puede probar ni una cosa ni otra, cada uno es libre de creer lo que quiera.
Científico o no. La fe no es una cosa de demostración, sino de convencimiento,
de propia experiencia... y de la
Gracia de Dios.
- ¿Vd. cree en la
resurrección de la carne? ‑ preguntó Svenson.
‑ Por supuesto ‑
contestó Dieudonné ‑ Forma parte del dogma cristiano. ‑ Entonces, si me lo
permiten, contaré un cuento que demuestra que eso no puede ser. Y este fue el
cuento de Svenson:
XI
‑ Bueno, Sr. Dieudonné
‑ continuó hablando Svenson ‑ no sé si le habrá parecido muy científica mi
demostración, pero me parece que queda muy claro que después de ésta no hay
"otra vida". Al menos no con una trasnochada ''resurrección".
‑ Querido amigo ‑
contestó Dieudonné mirándole con unos ojillos más pequeños que nunca ‑ su
demostración es perfectamente correcta, y estoy de acuerdo con Vd. en que no
hay otra vida "después" de ésta. El tiempo solo existe como tal para
nosotros mientras estamos vivos. Al morir, nuestra alma se libera del
"foto‑finish" de nuestro cuerpo y pasa a vivir esa otra vida que no
viene "después" porque el tiempo carece ya de sentido.
‑ ¿Y la resurrección
de la carne?
Dieudonné se levantó
y, dirigiéndose a la videoteca, pulsó unos botones. Al ver que no funcionaba,
se volvió a sentar.
‑ No me acordaba de que los motores no funcionan. Quería que oyesen un trozo de una
carta de San Pablo a los corintios. De todas formas, si no recuerdo mal dice
algo así: "Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué
cuerpo vendrán a la vida? ¡Necio! Lo que se siembra no nace si primero no
muere. Y la siembra no es el cuerpo que ha de nacer, sino un simple grano. Como
un grano de trigo o cualquier semilla. Y Dios le da un cuerpo según su
voluntad. A cada clase de semilla, su propia clase de cuerpo".
Dieudonné hizo una
pausa.
‑ San Pablo fue uno de
los primeros cristianos, y para nosotros sus escritos son artículos de fe. Como
puede ver, el cristianismo no nos ha obligado nunca a creer que la resurrección
había de ser material, con la misma materia que tenia en vida. Simplemente nos
hace saber que hay otra vida y que esa vida tiene sus raíces en esta, pero ¿por
qué "después" y no hacia arriba, en otra dirección o en otro sentido
que ni siquiera sospechamos? No es ni siquiera necesario que la semilla sea el
cuerpo que enterramos en la tumba. Puede muy bien ser, casi como lo imagina el
ermitaño de su cuento, todo nuestro cuerpo, desde que nace hasta que muere.
Como la visión que de Oztekai tiene Napalei desde lo alto del monte en el
cuento de Gecko.
r
‑ Su explicación es
muy interesante ‑ intervino el último aludido ‑ pero, fuera del tiempo, no me
parece que tenga tampoco mucho sentido la palabra "vida", ya que la
vida es algo que transcurre precisamente en el tiempo.
‑ Ciertamente las
palabras vida y resurrección, como tantas otras: eternidad, premio, castigo...
son sólo símbolos para expresar cosas que no podemos comprender. Es como si a
un topo, que nunca saliera a la superficie de la tierra, y que ha tropezado con
unas raíces, hubiera que explicarle que por encima se levanta un árbol. Las
palabras tronco, ramas, hojas, flores... carecerían para él de sentido. Lo más
que entendería sería que son también como raices... pero más bonitas. El árbol
de la otra vida crece enraizado en ésta, pero no en el espacio, ni en el
tiempo, sino en un sentido espiritual difícilmente aprehendible.
‑ Si esa otra vida es
"espiritual " e "inaprehendible" ‑ insistió Svenson ‑ sigo
sin ver que la carne resucite por ningún lado.
‑ No olvide que las
raíces forman parte del árbol. Análogamente, esta vida, y este cuerpo, forman
parte de la otra.
En aquel momento
comenzó a sonar una alegre tonada por los altavoces, y la voz del capitán
anunció:
‑ Señores, tengo el
gusto de comunicarles que la avería ha sido reparada.
La discusión habría
continuado seguramente de no haber sido interrumpida, pero pudiendo ver un buen
programa tridimensional o jugar a los juegos electrónicos, ¿quién podía tener interés en hablar sobre la
resurrección?
La reunión se
disolvió, quedándose Dieudonné solo. La última en levantarse fue Jenny que,
llevándose una mano a la frente, comentó:
‑ Los cuentos no
estaban mal, pero demasiado complicados. Me duele la cabeza ... Estoy
terriblemente cansada...
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