Supongo que a todos nos pasa igual, que conservamos muy pocos recuerdos de nuestra primera infancia. Sabemos quizás muchas cosas, porque nos las ha contado alguien, pero eso no es recordar.
Yo sé que estuve a punto de ahogarme: metí la cabeza en un barreño con agua y no sabía cómo sacarla. Pero realmente no lo recuerdo. Lo sé porque me lo contó mi madre.
Mi primer recuerdo auténtico es que con dos o tres años me hice amigo de una vaca que me acompañaba por el monte cuando iba de casa de mis tíos a mi casa. Mi madre decía que eso era imposible. Por eso sé que el recuerdo es auténtico, porque nadie pudo habérmelo contado. Claro que si era imposible, la única posibilidad es que se trate del recuerdo de un sueño.
Mi segundo recuerdo es de una avioneta pasando muy bajo sobre mi cabeza. Por el pantano de El Tranco, donde pasé los últimos meses de la guerra civil, no pasaban aviones. Así que cuando, terminada la guerra, nos fuimos a Sevilla, no es de extrañar que me causara gran impresión ver una avioneta pasar sobre mi cuando jugaba en la terraza.
Mi tercer recuerdo es de una fuente en la que nadaban unos peces de colores. Blancos y rojos, para ser exactos. Solo recuerdo la fuente y los peces, pero mi madre me contó la historia:
Mis hermanos mayores fueron a la Escuela Francesa, pero yo era demasiado pequeño, y mis padres decidieron llevarme a un colegio de monjas del otro lado de la plaza de Santa Catalina.
El primer día me llevó mi madre y nos recibió una simpática monjita que intentó engatusarme con lo bien que lo iba a pasar jugando con otros niños de mi edad. Pero no lo consiguió. En casa jugaba con Pepito y con Carmen, mis vecinos, y ya me lo pasaba estupendamente.
Entonces la monjita que, como digo, era simpatiquísima, me dijo que si me iba con ella me llevaría a ver unos peces de colores. Naturalmente, ante tan singular reclamo, cedí y me fui con ella. Me llevó al patio, y allí, en una fuente, contemplé como se deslizaban por el agua unos maravillosos peces.
La monjita me dejó verlos durante un rato. Luego me llevó con los demás niños prometiéndome que más tarde saldríamos todos al patio y podría volver a ver los peces.
Al día siguiente volvió a recibirnos la simpática monjita, que intentó llevarme directamente con los otros niños. Pero yo me negué: Primero tenía que ver los peces de colores.
La monjita, muy comprensiva, volvió a llevarme al patio, aunque esa vez estuve bastante menos tiempo contemplando las evoluciones de los peces.
El tercer día, la monjita me cogió de la mano y, sin decir nada, me llevó directamente a la clase. Yo me di cuenta enseguida de que el camino no era el correcto e insistí en que primero tenía que ver los peces de colores. Pero cuando quise darme cuenta ya habíamos llegado a la clase, y allí me soltó la monjita.
Pero cometió un error: me soltó antes de cerrar la puerta de la clase, cosa que yo aproveché para salir disparado y escaparme del colegio, corriendo por las calles, hasta que, después de atravesar la plaza de Santa Catalina, llegué a mi casa en la calle Alhóndiga perseguido por la monjita que, como pude constatar, era fea y antipatiquísima.
El resultado fue que me quedé un año más en casa, jugando con Carmen. Pepito era un año mayor que yo y ya iba a la Escuela Francesa, a donde también fui yo el año siguiente.
Eras un bicho!!!jajajajaja!!!
ResponderEliminarBella forma de contar historias. Ojalá supiese dar esa forma y "caminar" a mis relatos.
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