Aquel espléndido día de septiembre,
cuando estaba ya cerca de la salida, me sentí mareado. Me apoyé en la pared y,
durante unos instantes, me pareció que iba a perder el sentido. Pensé en ponerme una pastilla de
cafinitrina bajo la lengua, pero me recuperé rápidamente, por lo que tras
respirar hondo un par de veces, seguí andando y salí del subterráneo.
Me sorprendió no ver al grupo de dos
o tres negros que suelen estar siempre entre la salida del subterráneo y
la entrada a la explanada del kiosko de la música, dedicados, por lo que parece, a vender papelinas de droga, que
esconden entre las plantas del parque.
También noté que no había niños en los
columpios que hay cerca, a la derecha, y que el cercano puesto de chucherías
estaba cerrado.
Había un silencio total, salvo por una
triste, aunque hermosa, melodía que alguien interpretaba en un violín.
Entré en la explanada y vi que, solitario, en el kiosko de la música estaba el intérprete, de cabello, barba y traje totalmente blancos. Me di cuenta
entonces que todo el Retiro estaba cubierto por una fina capa de nieve y de que
apenas si podía distinguirse el resplandor del sol entre las blanquecinas nubes que
cubrían el cielo.
Me acerqué al kiosko y, casi sin
pensarlo, subí los pocos escalones que me separaban del músico.
- Hace tiempo que le esperaba. – me dijo,
entregándome el arco y el violín.
- Pero… ¡yo no sé tocar! – protesté, desconcertado.
- Yo tampoco. – contestó.
Y se marchó.
Le vi dirigirse hacia el
paso subterráneo, pero tuve la impresión de que, antes de llegar a él, su
blancura se había disuelto en la blancura de la nieve.
Tomé el mástil del violín con la mano izquierda y apoyé su caja en el hombro. Coloqué los dedos sobre las cuerdas y deslicé el arco sobre ellas. Sonó una
nota. Cambié la posición de los dedos, y el arco hizo que sonara otra. Luego
seguí tocando, y la melodía que tocaba era la misma, triste y hermosa, que el
hombre de blanco había tocado antes.
Alguien me dió un par de cachetes mientras gritaba:
- ¡Despierte!... ¡Despierte!
Abrí los ojos y vi un negro rostro
cercano al mio.
-¿Se encuentra bien?
Estaba en el suelo. Un negro estaba
agachado junto a mi, y otros dos estaban de pie a su lado.
-¿Se encuentra bien?
- Si, si… creo que... me he desmayado.
Hice ademán de levantarme, y uno de los
negros que estaba de pie me cogió la mano y me ayudó.
- ¿Quiere que le llevemos a algún lado… o
que llamemos a alguien?
- No, no. Me sentaré un rato
en un banco.
El más joven de los tres me agarró del
brazo y me llevó hasta un banco de la cercana explanada.
- Gracias. – le dije.
- Si necesita algo…
- Gracias,... y dale las gracias de mi parte
a tus compañeros.
Hacía un espléndido día de otoño. A mi
derecha, más allá del seto que bordea la explanada, los niños jugaban y
gritaban en la zona de los columpios. Un grupo de cinco chicas se acercaba riendo hacia donde yo estaba. Y más allá, frente a mi, se
oía la barahunda organizada, cerca del estanque, por un numeroso grupo de
sudamericanos que cantaba y bailaba con
más acompañamiento de percusión del necesario. A mi izquierda, sentado en el
otro extremo del banco, estaba un mendigo al que recordaba haber visto más de
una vez por el Retiro tocando el violín. Tocaba tan mal que daban ganas de darle
una monedas con la condición de que dejase de tocar.
El mendigo se levantó y pasó delante mía,
dirigiéndose hacia el subterráneo.
- Hasta pronto. – me dijo.
Me quedé pasmado: Aunque no iba vestido
de blanco, reconocí que era el músico con el que poco antes había soñado.
Me levanté y salí tras él, pero, al
llegar al subterráneo, ya había desaparecido. No veía si había entrado en él o si se había ido andando por fuera, junto a las vallas del
Retiro.
-¿Habéis visto a un hombre con un violín?
– pregunté a los negros, que negaron con la cabeza – Tiene blancos el pelo y la barba, y lleva un
chaqueta vieja, marrón, con parches negros en los codos…
- Debe referirse al Pulgas – dijo el más
joven.
- Si. – dijo otro – pero el Pulgas murió el invierno pasado.
Espero no sea el texto una vivencia, déjalo en un muy buen relato, no nos des estos sustos... jeje..
ResponderEliminarMuy bueno.
Un saludo.
Estupendo relato, sueños y realidades, donde empiezan los unos o terminan los otros,el Retiro se presta para todo tipo de ensoñaciones, esta lleno de magia y de encanto, y mas en estos días de otoño...
ResponderEliminarAbrazos.
Uf, por un momento, cuando leí el título, pensé que se retiraba de la blogosfera...
ResponderEliminarComo repunta María, (seguramente, no he estado allí mucho) el Retiro se presta a multitud de historias y versos, magia otoñal.
Entonces... ¿el protagonista sufrió un leve infarto?
Carlos: El protagonista piensa en ponerse bajo la lengua una pastilla de cafinitrina, que es algo que suelen llevar las personas que tienen algún problema de corazón. Cafinitrina o algo similar a base de nitroglicerína, que, curiosamente, no solo sirve para matar.
ResponderEliminarUna historia muy bien escrita...Desde mi mente soñadora me gustaría pensar que el protagonista realmente ve al mendigo sin ningún tipo de alucinación.
ResponderEliminarSaludos Florentino. No me presente antes, soy Sybil Vane.
Espero que no sea verdad. Mira que tienes imaginación
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