Otto había ido temprano al bosque
de poniente para recoger hojas de klinto, con las que hacía infusiones para eliminar la acidez de
estómago que frecuentemente sufría Ugo Prisco. Y aún se mantenían en el cielo
los anaranjados colores del amanecer cuando encontró a Katy Macky profundamente
dormida al pie de un tángelo.
Claro que Otto no era el
verdadero nombre del abote. Los abotes no hablan y, por tanto, no tienen nombre
fonético. Su verdadero nombre consistía en colocar hacia abajo los tres dedos
centrales de su mano izquierda, con una inclinación de unos quince grados sobre
la vertical, sobreponiéndole horizontalmente el segundo de los siete dedos de
su mano derecha al tiempo que emitía un par de sonidos, entre silbidos y
ronquidos de muy baja frecuencia, casi inaudibles para el oído humano. Otto era
el nombre que le habían puesto el anciano Prisco y su nieta Olivia.
Cuando Otto vio a Katy, lo
primero que pensó era que quizás estuviera muerta. Aunque para los abotes era
normal dormir a cielo abierto, no le parecía que los humanos acostumbrasen a
hacerlo. Pero el leve movimiento de su pecho al respirar alejó ese pensamiento.
Así que continuó con su labor de recoger hojas de klinto y se internó más en el
bosque.
El fuerte perfume que desprendían
las hojas al arrancarlas le impidió percibir la presencia de otro abote hasta
que lo vio, sentado en un claro del bosque, pelando una fruta de brillante
color rojo. Las oscuras crines de la nuca de Otto se erizaron. Aquel abote de
color gris claro estaba en fase receptiva, y él estaba en fase emisora. Se
quedó mirándolo un rato, consciente de que el otro, aunque aparentaba no haberlo
visto, había detectado su presencia y su
estado, y le estaba observando por el rabillo del ojo.
Otto meditó sobre la posibilidad
de iniciar un cortejo, empezando por una demostración de
agilidad, saltando de rama en rama. Pero solo podría regresar a casa de los Prisco
bien entrada la noche, así que dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
Al pasar junto a Katy se paró a observarla y decidió que su sueño tenía algo de anormal. Rompió adrede
unas ramitas para ver si el ruido la despertaba; luego se acercó a ella y le
hizo cosquillas en los pies descalzos, también sin resultado; y finalmente se
la echó al hombro y la llevó a casa de Ugo Prisco.
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