Olivia miró con aprensión el
enorme edificio gris del Laberinto. Unos diez pisos de altura, calculó, y ni
una sola ventana. Ante ella tan solo una puerta, la 73. Sacó el papel donde había apuntado la
dirección: Puerta 73, pasillo C.4.2.2, cuarta puerta a la derecha. Aparcó la
bicicleta cerca de la puerta, aunque sabía que no había escaleras en el Laberinto.
Antes de entrar volvió a
comprobar que sobre la puerta, pintado con unas toscas pinceladas negras, ponía
73. Suspiró y, armándose de valor, atravesó el umbral.
Del distribuidor semicircular
partían cinco pasillos, identificados sobre el dintel por una letra negra. El
del centro, ligeramente ascendente, era el C. Se adentró por él. Al pasillo
daban varias puertas de distintas hechuras: unas cerraban y abrían todo el vano
de entrada, de unos tres metros de altura; otras, de unos dos metros, tenían
cerrado el metro restante, mientras que otras lo dejaban completamente abierto.
Un hombre se cruzó con ella pero
no la miró siquiera.
Olivia contempló mientras andaba
las bandas luminosas que recorrían las paredes, unas veces arriba y otras a la
altura de sus hombros, iluminando el pasillo. Era una de las maravillas del
Laberinto, junto con las pinturas que adornaban sus paredes. Se paró ante un
fresco de brillantes colores. Estaba bastante deteriorado, y representaba un
idílico paisaje en cuyo centro se elevaba una imponente estructura que dudó si
identificar cómo una torre o cómo una antigua nave espacial.
Siguió andando hasta llegar a un
nuevo distribuidor, esta vez circular, del que partían seis nuevos pasillos
identificados, también sobre el dintel, con la letra C seguida de un número del
1 al 6. Observó que los pasillos C.2 y C.3 no estaban iluminados. Se volvió
para ver que ponía C.0 sobre el dintel del que acababa de dejar y tomó el
pasillo C.4, también ascendente. En este pasillo había ocho vanos de entrada a
distintas dependencias, pero solo dos tenían puertas y, escritas en ellas, los
nombres de sus inquilinos. En una ponía simplemente Fulcan, y en la otra Doctor
Hraby, Dentista.
Tras un nuevo distribuidor,
análogo al anterior, y tras comprobar que el pasillo que acababa de dejar estaba marcado como C.4.0, tomó el pasillo C.4.2 que descendía ligeramente y que,
junto al C.4.6, era el único iluminado.
En el siguiente distribuidor se quedó dudando unos instantes: el pasillo C.4.2.2 no estaba iluminado, aunque la oscuridad no era total gracias a que sí lo estaban varios de los vanos que daban a él. ¿Debía seguir? Internarse en el Laberinto era peligroso, pero, mientras se moviera por pasillos marcados con números, encontrar la salida era fácil: bastaba tomar en cada distribuidor el pasillo con un cero como última cifra.
Entró en el pasillo y se paró ante el cuarto vano de la derecha. El rótulo apenas visible pintado en la única puerta del pasillo decía: Crowell John, Investigador Privado. Dio unos golpecitos en la puerta y esperó. Repitió los golpecitos y, al seguir sin respuesta, la empujó suavemente y entró mientras decía ¿Se puede?
En el siguiente distribuidor se quedó dudando unos instantes: el pasillo C.4.2.2 no estaba iluminado, aunque la oscuridad no era total gracias a que sí lo estaban varios de los vanos que daban a él. ¿Debía seguir? Internarse en el Laberinto era peligroso, pero, mientras se moviera por pasillos marcados con números, encontrar la salida era fácil: bastaba tomar en cada distribuidor el pasillo con un cero como última cifra.
Entró en el pasillo y se paró ante el cuarto vano de la derecha. El rótulo apenas visible pintado en la única puerta del pasillo decía: Crowell John, Investigador Privado. Dio unos golpecitos en la puerta y esperó. Repitió los golpecitos y, al seguir sin respuesta, la empujó suavemente y entró mientras decía ¿Se puede?
La habitación no medía más de dos
metros de fondo por algo más de ancho y, por todo mobiliario, tenía una mesa de
madera y una silla, un poco desvencijada,
cuyo respaldo estaba medio cubierto por una corta chaquetilla rosa con
mariposas azules. Sobre la mesa, unos papeles un poco ajados y un florero con
un ramo de flores marchitas.
¿Hay alguien?
¡Adelante! contestó una voz
ronca, al tiempo que su dueño entraba desde una habitación contigua. Cincuenta
y cinco años, pensó Olivia. El hombre no era gran cosa: ni alto ni bajo, pero rechoncho, medio calvo, mal afeitado, y con un traje decorado con múltiples
lamparones.
Se miraron mutuamente durante un
rato. Olivia pensó que quizás fuera mejor dar media vuelta y largarse.
El puesto ya está ocupado, dijo
ella, señalando la chaquetilla que colgaba del respaldo de la silla.
No, no. Es de mi secretaria... Hace
diez días salió a comprarse un bocadillo, y no ha vuelto.
Silencio. Olivia dirigió su
mirada al florero de las flores marchitas.
Debió e equivocarse de puerta...
o de pasillo...
El Laberinto: El gigantesco
edificio que había contenido las oficinas centrales del extinto Imperio Nuevo.
Abandonado durante más de quinientos años, tras la quinta guerra pangaláctica,
estaba siendo poco a poco recuperado para uso de la nueva y creciente población
artúrica. Primero se habían numerado las puertas y, en las dieciseis que
estaban abiertas, se habían identificado con letras y números los pasillos más
próximos a la entrada, operación que se había saldado con la desaparición de treinta
y siete operarios. La Comuna había previsto alquilar los espacios accesibles a
un precio puramente testimonial como viviendas o para oficinas, pero, dada la
casi nula respuesta, decidió cederlos gratuitamente por cincuenta años a quien
quisiera utilizarlos.
En la puerta 73, el local ocupado por Crowell John era el más alejado de la entrada, y el único ocupado del pasillo C.4.2.2.
En la puerta 73, el local ocupado por Crowell John era el más alejado de la entrada, y el único ocupado del pasillo C.4.2.2.
Entiendo que el sueldo,
relativamente alto, que ofrece en el anuncio, se debe a la peligrosidad de
trabajar en el Laberinto, pero antes de aceptar el puesto ¿Puede decirme por
qué necesita un detective privado a una filóloga como ayudante?
Soy investigador privado,
Señorita...
Prisco... Olivia Prisco.
Señorita Olivia... investigador,
no detective.
¡Ah!... ¿Y qué clase de...
asuntos...investiga?
Investigo el Laberinto... Ve esos
papeles, dijo señalando hacia la mesa, siéntese y muéstreme sus habilidades lingüisticas.
Le dru engine lichtumfaber
truven... Esto es artúrico medio. No es difícil de interpretar: Las tres
máquinas productoras de luz son una Nurivi 124, una Cáspiro 1354 y una Franju
46... son nombres intraducibles seguidos de un número... Al haber tres, una
avería en cualquiera de ellas no afecta a la distribución de la luz a través de
la pintura luminosa... No, no... conductora y difusora de la luz...
De acuerdo. No siga. ¿Se
atrevería con textos más antiguos?... ¿artúrico imperial?
Olivia se levantó sorprendida:
Creía que las antiguas cápsulas imperiales estaban completamente
deterioradas... ilegibles... y que los pocos documentos en papel que conserva la
Comuna están ya traducidos y estudiados.
Como le he dicho, mi intención es
investigar el Laberinto, zonas que nadie ha visitado en siglos, y puede que
encontremos textos que interese traducir. Pero antes, un último trámite...
Acompáñeme, por favor.
Crowell John abrió la puerta e
invitó a Olivia a salir al pasillo, conduciéndola de vuelta hasta la entrada
73. Allí tomó el pasillo A, y dio unos golpes con los nudillos en una puerta
en la que ponía: Pipsi LeFay, Vidente.
Entraron. Pipsi LeFay, sentada en
una silla de ruedas, sonrió mostrando sus negros dientes entre sus también
oscuros labios. El apretado pañuelo negro con que cubría su cabeza dejaba fuera
unos pocos mechones de pelos rojos, incongruentes con el arrugado rostro de la
vidente.
Dama Pipsi, dijo Crowell John,
quisiera que me diera su opinión sobre esta señorita.
Pipsi LeFay tomó un par de hojas
de coca de encima de la mesa y comenzó a masticarlas mientras extendía las
manos hacia Olivia moviendo los dedos en una llamada para que se las cogiera.
Olivia, un poco sorprendida, puso
sus manos sobre las de ella. La vidente empezó entonces a canturrear una monótona
melodía que fue aumentando de volumen hasta que, de repente, pegó un grito,
puso los ojos en blanco y, soltando las manos de Olivia, exclamó: ¡Todo lo que
dice el abuelo es cierto!¡Aleluya!. Luego bajó la cabeza y se quedó
aparentemente dormida.
¿El abuelo? ¿Qué abuelo?,
preguntó Crowell John dirigiéndose a Olivia, ¿Tiene Usted abuelo?
Vivo con mi madre y con mi
abuelo.
¿Y qué dice su abuelo? ¿Qué dice
de Usted?
Pues lo que dicen todos los
abuelos de sus nietas, supongo... que soy muy guapa, que soy muy lista, muy
buena...
Crowell John admitió en su fuero
interno que, al menos en lo de guapa, el abuelo tenía razón. Morena, ojos
verdes, no más de veintidós años, piernas esbeltas... aunque pechos poco
desarrollados para su gusto... Y, en todo caso, el aleluya final de Dama Pipsi
solo podía significar aprobación.
¿Puede incorporarse al trabajo mañana?
No hay comentarios:
Publicar un comentario