Gunter
Pfeiffer y Gunter Pfeiffer destaparon la pequeña urna y depositaron las cenizas
de su amada Elisabeth en el fondo del hoyo que habían cavado. Sacaron de su
maceta el cepellón de un joven ciprés de metro y medio de altura y lo colocaron
sobre las cenizas, rellenando a continuación el espacio sobrante con la tierra
que habían sacado del hoyo. Luego, en silencio, volvieron a la casa y se
sentaron en el porche, desde donde se veía todo el jardín con el ciprés al
fondo.
Media hora más
tarde Gunter Pfeiffer miró a Gunter Pfeiffer y le preguntó si los cuarenta años
adicionales vividos junto a Elisabeth conseguían aminorar la sensación de vacío
que dejaba su muerte, a lo que Gunter Pfeiffer contestó que no solo no había
disminuido, sino que incluso lo embargaba con más intensidad. Al fin y al cabo,
tú volverás a vivir cuarenta años junto a ella, añadió, mientras que yo ya la
he perdido para siempre.
¿Y por qué en
vez de volver yo solo no volvemos juntos los dos?, insinuó Gunter Pfeiffer. No
funcionaría, contestó el otro, si hubiera funcionado habríamos sido tres todos
estos años; en todo caso guardo para mi vejez los recuerdos de ochenta años felices.
Luego sonrió y dijo: ¿Te acuerdas del trabajo que me costó convencerte de que
tú y yo éramos la misma persona?... Y eso que al volver cuarenta años atrás
también mis células rejuvenecieron cuarenta años y éramos idénticos...
Es cierto, más
del que nos costó convencer a Elisabeth, contestó Gunter Pfeiffer.
Luego volvió
de nuevo el silencio, hasta que Gunter Pfeiffer decidió que había llegado la
hora de volver al pasado.
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