Hace mucho tiempo, el mundo parecía un gran huevo en cuyo interior estaba todo mezclado: no había cielo, ni tierra, ni sol, ni luna, ni estrellas.
Dentro de este extraño huevo dormía el gigante Pangú. Durmió allí, apelotonado, durante un número de siglos que es imposible precisar, de tantos como fueron, aunque es verdad que el tiempo celeste pasa más lentamente que el terrestre.
Pero llegó el día en que se despertó. No se sabe por qué. Puede que simplemente porque había llegado el momento.
Descubrió que estaba demasiado oscuro dentro del huevo. Estaba oprimido y con una desagradable impresión de asfixia. Para sentirse se estiró. Separó los brazos y las piernas sin pensar en las eventuales consecuencias. Evidentemente, la cáscara del huevo no soportó la sacudida y comenzó a agrietarse. Pangú abrió entonces los ojos, pero todo seguía estando demasiado oscuro. Se impacientó y golpeó vigorosamente con los pies y los puños el magma negro que le envolvía y le impedía moverse. Se reía de los efectos de su brutalidad. Como sus brazos y sus piernas tenían la fuerza del acero, lo negro, concentrado durante siglos, comenzó a separarse. La parte más ligera, el yang, se elevó para convertirse en el cielo. La parte más pesada, el yin, cayó hacia abajo y se convirtió en la tierra.
Después de separar el cielo y la tierra, Pangú se encontró mucho mejor y dio un suspiro de alivio. Quiso levantar las manos, pero el cielo no estaba lo suficientemente alto y le bloqueó bruscamente. Pangú se sentó para reflexionar sobre su problema. En seguida se le ocurrió una solución: Sostendría el cielo con sus brazos.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año ras año, cumplió su objetivo, sosteniendo el cielo sin descanso. Para alimentarse, sorbía los cendales de bruma que pasaban por delante de su boca. Su única preocupación, que no podía quedar sin consecuencia, era que no podía descansar, y aún menos dormir, sin arriesgarse a que el cielo se desplomara.
Empezó sentado, y a medida que la distancia entre el cielo y la tierra aumentaba, se iba estirando, pudiendo pronto adoptar la posición erguida.
El cielo estaba cada vez más alto. Pangú se convirtió en un gigante de miles de kilómetros de altura. Cuando el cielo quedó fijado a una buena distancia por encima de la tierra, Pangú se sintió extremadamente cansado. Levantó la cabeza para mirar al cielo. Luego bajó los ojos para contemplar la tierra, y se dijo que la distancia entre los dos era ya suficiente para permitir el desarrollo de la vida. Cansado, se tumbó para echar una siesta bien merecida después de tantos siglos de intensos esfuerzos. Estaba tan cansado que no tardó en dormirse.
Pero he aquí que su sueño atrasado era tan grande que jamás volvió a despertarse. Sin embargo continuó soñando y reflexionando sobre la creación del mundo. Él se decía: “La existencia del cielo y de la tierra no es suficiente. Hace falta un sol, una luna, corrientes de agua, montañas y seres vivos para poblar toda esta inmensidad.”
Como no tenía fuerza ni para despertarse, decidió donar su cuerpo para crear el mundo. Por eso su cabeza se convirtió en la montaña del Este. Su cuerpo, la montaña del centro. Sus pies dibujaron la montaña del Oeste. Su brazo izquierdo, la montaña del Sur. El derecho, la del Norte. Estas cinco montañas fijaron así los cuatro puntos cardinales y el centro del mundo. Pangú construyó consigo mismo las cinco columnas gigantes que sostienen la bóveda celeste.
A continuación, su ojo izquierdo se convirtió en el sol, estrella que da calor y luz. Su ojo derecho se convirtió en la luna, astro que aclara la noche. Cuando abre su ojo derecho, la luna está llena, y cuando lo cierra, en cuarto.
Sus cejas y sus cabellos se transformaron en estrellas. El viento que salía de su boca se transformaba, según las circunstancias, en viento, en nubes o en bruma. Prestó su voz al trueno y a la tormenta. Su carne se convirtió en tierra fértil y nutritiva, sinónimo de cultivos. Sus huesos y sus dientes se convirtieron en minerales preciosos: oro, plata y jade, por mencionar solo los más importantes.
Su sangre hizo los ríos, su sudor, la lluvia y el rocío. Su vello hizo nacer las flores, las hierbas y los bosques. En cuanto a su alma, aportó los pájaros, los animales y todos los seres vivos.
El gigante Pangú dio su vida para el nacimiento del mundo. Por esto, aún hoy día, hay que respetar la obra de Pangú y cuidar de no estropear su creación.
Dentro de este extraño huevo dormía el gigante Pangú. Durmió allí, apelotonado, durante un número de siglos que es imposible precisar, de tantos como fueron, aunque es verdad que el tiempo celeste pasa más lentamente que el terrestre.
Pero llegó el día en que se despertó. No se sabe por qué. Puede que simplemente porque había llegado el momento.
Descubrió que estaba demasiado oscuro dentro del huevo. Estaba oprimido y con una desagradable impresión de asfixia. Para sentirse se estiró. Separó los brazos y las piernas sin pensar en las eventuales consecuencias. Evidentemente, la cáscara del huevo no soportó la sacudida y comenzó a agrietarse. Pangú abrió entonces los ojos, pero todo seguía estando demasiado oscuro. Se impacientó y golpeó vigorosamente con los pies y los puños el magma negro que le envolvía y le impedía moverse. Se reía de los efectos de su brutalidad. Como sus brazos y sus piernas tenían la fuerza del acero, lo negro, concentrado durante siglos, comenzó a separarse. La parte más ligera, el yang, se elevó para convertirse en el cielo. La parte más pesada, el yin, cayó hacia abajo y se convirtió en la tierra.
Después de separar el cielo y la tierra, Pangú se encontró mucho mejor y dio un suspiro de alivio. Quiso levantar las manos, pero el cielo no estaba lo suficientemente alto y le bloqueó bruscamente. Pangú se sentó para reflexionar sobre su problema. En seguida se le ocurrió una solución: Sostendría el cielo con sus brazos.
Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, año ras año, cumplió su objetivo, sosteniendo el cielo sin descanso. Para alimentarse, sorbía los cendales de bruma que pasaban por delante de su boca. Su única preocupación, que no podía quedar sin consecuencia, era que no podía descansar, y aún menos dormir, sin arriesgarse a que el cielo se desplomara.
Empezó sentado, y a medida que la distancia entre el cielo y la tierra aumentaba, se iba estirando, pudiendo pronto adoptar la posición erguida.
El cielo estaba cada vez más alto. Pangú se convirtió en un gigante de miles de kilómetros de altura. Cuando el cielo quedó fijado a una buena distancia por encima de la tierra, Pangú se sintió extremadamente cansado. Levantó la cabeza para mirar al cielo. Luego bajó los ojos para contemplar la tierra, y se dijo que la distancia entre los dos era ya suficiente para permitir el desarrollo de la vida. Cansado, se tumbó para echar una siesta bien merecida después de tantos siglos de intensos esfuerzos. Estaba tan cansado que no tardó en dormirse.
Pero he aquí que su sueño atrasado era tan grande que jamás volvió a despertarse. Sin embargo continuó soñando y reflexionando sobre la creación del mundo. Él se decía: “La existencia del cielo y de la tierra no es suficiente. Hace falta un sol, una luna, corrientes de agua, montañas y seres vivos para poblar toda esta inmensidad.”
Como no tenía fuerza ni para despertarse, decidió donar su cuerpo para crear el mundo. Por eso su cabeza se convirtió en la montaña del Este. Su cuerpo, la montaña del centro. Sus pies dibujaron la montaña del Oeste. Su brazo izquierdo, la montaña del Sur. El derecho, la del Norte. Estas cinco montañas fijaron así los cuatro puntos cardinales y el centro del mundo. Pangú construyó consigo mismo las cinco columnas gigantes que sostienen la bóveda celeste.
A continuación, su ojo izquierdo se convirtió en el sol, estrella que da calor y luz. Su ojo derecho se convirtió en la luna, astro que aclara la noche. Cuando abre su ojo derecho, la luna está llena, y cuando lo cierra, en cuarto.
Sus cejas y sus cabellos se transformaron en estrellas. El viento que salía de su boca se transformaba, según las circunstancias, en viento, en nubes o en bruma. Prestó su voz al trueno y a la tormenta. Su carne se convirtió en tierra fértil y nutritiva, sinónimo de cultivos. Sus huesos y sus dientes se convirtieron en minerales preciosos: oro, plata y jade, por mencionar solo los más importantes.
Su sangre hizo los ríos, su sudor, la lluvia y el rocío. Su vello hizo nacer las flores, las hierbas y los bosques. En cuanto a su alma, aportó los pájaros, los animales y todos los seres vivos.
El gigante Pangú dio su vida para el nacimiento del mundo. Por esto, aún hoy día, hay que respetar la obra de Pangú y cuidar de no estropear su creación.
No figura en el libro ninguna indicación sobre la posible antigüedad del cuento, pero aunque hay algunas “contaminaciones” posteriores, como medir la altura de Pangú en kilómetros, es realmente antiguo: lo encontré posteriormente en un libro sobre “Mitología clásica china” (Editorial Trotta, 2004), con textos recopilados y traducidos por Gabriel García-Noblejas, profesor de traducción chino-español de la Universidad de Granada. En este libro, el primer mito que aparece es precisamente el de Pan Gu. Traduce el autor párrafos de tres libros chinos, dos de ellos del siglo III, que se complementan, con pequeñas diferencias entre sí .
Como en los mitos hebreo y babilónico, hay una “separación de las aguas”, aunque aquí las aguas sean una materia negra y opresiva. Como en el babilónico, la tierra se construye con el cuerpo de un ser gigantesco. Y como en otros mitos, que veremos, aparece el “huevo cósmico”.
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