El lugar preferido por los
dragones para poner sus huevos eran las calderas de los volcanes. No en las de
los activos, demasiado violentos para sus relativamente frágiles cáscaras, sino
en las de los durmientes, que aún producían suficiente calor para ayudarlos a
madurar.
La época dorada de los dragones
fue hace mucho tiempo, cuando el hombre, aunque ya hablaba, aún no había
aprendido a escribir. Luego, a medida que la actividad volcánica fue
disminuyendo, el número de dragones decreció paralelamente, de tal forma que en
la Edad Media los avistados en Europa podían contarse con los dedos de una mano,
y en Asia no parece que pasaran de veinte.
Actualmente se dan por extinguidas
tanto la especie europea, draco draco, como la asiática, draco sinensis, pero
varios especialistas sospechan que aún hay huevos enterrados en antiguos volcanes
y que cualquier día uno de ellos podría eclosionar.
Las diferencias entre ambas
especies son bastante notables. El dragón europeo era de carácter violento,
exhalaba fuego por la boca y tenía una notable fijación no sexual por retener
doncellas, mientras que el asiático era de carácter más sosegado, no tenía alas,
volaba (o mejor, flotaba) gracias al
helio que circulaba por sus venas, y en vez de fuego, expulsaba ligeras volutas
de humo por sus orificios nasales.
El Profesor Thimoty Rottenegger de
la Universidad de Pretoria siempre ha defendido que también África poseía una
especie autóctona, la draco senegalensis, de la que había encontrado una uña,
gracias a la cual había podido reconstruir por completo el aspecto del
monstruoso animal, incluido el color de los ojos, rosa mosqueta. Era de
carácter violento, como el europeo pero, como el asiático, no tenía alas.
Volaba a propulsión expulsando fuego, no por la boca, sino por el trasero.
La National Geographic Society subvencionó algunas
búsquedas de un dragón americano, pero los pocos restos sospechosos encontrados
resultaron ser finalmente de un correcaminos prehistórico (velocipedus
ancestor).
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