Se alejaba del estanque del
palacio de cristal, y subía hacia el paseo de coches del Retiro, cuando un
destello, reflejo de un rayo de sol, le deslumbró desde la hierba. Un trozo de
cristal, pensó mientras seguía andando. La gente es muy descuidada, se sienta
en la hierba y... Si se tratara de un vidrio roto, alguien podría sentarse
encima y quedar herido.
Volvió sobre sus pasos y examinó
la zona de donde había partido el destello. Se agachó y recogió el cristal que
lo había reflejado. No se trataba de un trozo de vidrio roto, sino de un
pequeño cubo de cristal de menos de un centímetro de lado. Sus seis caras
cuadradas, perfectamente pulidas, tenían un brillo especial. Un cristal de
Swarovsky o algo parecido, pensó. Lo examinó unos instantes. Le pareció bonito,
y se lo guardó en el bolsillo.
No volvió a acodarse del cristal
hasta que por la noche, al ir a acostarse, dejó sobre la mesilla de noche,
junto al reloj de pulsera, todo lo que llevaba en el bolsillo. Nuevamente lo
examinó y se sorprendió de que un objeto tan simple pudiera ser tan hermoso.
Como casi todas las noches, entre
las cuatro y las cinco de la madrugada se despertó, encendió la luz y fue al cuarto
de baño para vaciar la vejiga. Al volver a acostarse y apagar la luz, se dio
cuenta de que el cristal emitía una leve luminosidad verdosa. Lo colocó en la
esquina de la mesilla más cercana a la cama y se quedó mirándolo, acostado,
hasta que se durmió.
La noche siguiente, cuando apagó
la luz del dormitorio, el cubo no emitió luz alguna. Lo achacó a que para
activar la fluorescencia se necesitaría una intensidad de luz, como la recibida
en el Retiro, muy superior a la que recibía en una habitación interior. Pero
cuando, como de costumbre, se levantó hacia las cuatro y media, el cubo volvía
a mostrar su verdosa luminosidad. Y con más intensidad que el día anterior.
Por la mañana cogió un metro de
la caja de herramientas y midió las aristas del cubo. Medían algo más de un
centímetro. Once milímetros, para ser exactos. Antes no lo había medido, pero
estaba seguro de que era más pequeño. ¿Era posible que creciese un cubo de
cristal?
Aquella noche, al acostarse, pensó
en quedarse despierto para ver cuando empezaba a emitir luz el cristal. Pero a
las tres y algo de la madrugada le venció el sueño y se durmió.
No durmió mucho, porque cerca de
las cuatro le despertó una sucesión de pequeños crujidos. Abrió los ojos y vio
que el cristal volvía a brillar y que los crujidos se debían a que estaba partiéndose
exactamente por la mitad.
Aquella noche no volvió a dormir.
Se quedó observando cómo las dos mitades del cubo volvían a dividirse dos veces
más hasta convertirse en ocho perfectos cubos más pequeños, que dejaron poco a
poco de emitir su luz. Se levantó, volvió a coger el metro, y los midió. Casi
siete milímetros de lado. Eran casi del
tamaño del cubo original cuando lo recogió en el Retiro.
¿Y si los nuevos cubos también
crecían y se subdividían? En unos días habría sesenta y cuatro, luego
quinientos doce, luego... cuatromil y pico... treintaitantosmil... Tenía que
destruirlos. Tomó un martillo y golpeó con fuerza uno de los cubos.
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