Mi primer trabajo
fue en la Junta de Energía Nuclear (actual CIEMAT). Trabajábamos allí un pequeño grupo de matemáticos que, cuando
alguno desentrañaba un artículo importante o creía haber desarrollado un tema
de interés, se reunía para compartir su conocimiento con una charla.
Uno de los
matemáticos a quien llamaré X (buen matemático, buena persona y buen amigo,
aunque un poco pedante) tenía una cierta tendencia a citar en sus exposiciones
teoremas más o menos rebuscados.
Cuando el paso entre
una fórmula escrita en la pizarra y la siguiente era evidente se limitaba a un
simple “por tanto…” o “de aquí se deduce…”, pero siempre que podía decía “por
el teorema de Bolzano…” o “por el teorema de Bernouilli…”.
A mí los nombres de
los descubridores de un teorema se me han dado siempre bastante mal, así que,
si la cosa no era muy evidente, tenía que preguntar “¿Qué es lo que dice el
teorema de Bernouilli?”.
“Hombre,
Florentino”, me decía X muy serio, “el teorema de Bernouilli dice que tal y tal
y tal”.
Normalmente, aunque
no recordara el nombre, conocía de sobra el teorema, así que hacía un gesto
afirmativo y X continuaba con su charla. Hasta que decía “por el teorema de
Cauchy-Bourbaki…”
Los teoremas con dos
nombres son, por supuesto, mucho más impactantes en una charla que los que solo
tienen uno, pero también me obligaban a
preguntar “¿Y que es lo que dice el teorema de Cauchy-Bourbaki?”
“Hombre, Florentino,
el teorema de Cauchy-Bourbaki demuestra que tal y tal y tal”.
“Ah, por supuesto”,
decía yo, reconociendo la pertinencia del teorema.
Y X continuaba
explicando hasta que decía “Por el teorema de Weierstrass-Nishina…”, momento en
que se paraba y me miraba. Y entonces yo, absolutamente hundido, humillado,
confundido, etc., asentía levemente con la cabeza a pesar de que no tenía ni
puñetera idea de que decía el dichoso teorema.
Pero una vez me tocó
a mí dar la charla. Me la preparé concienzudamente, incluyendo tantas citas de
teoremas como pude. Y cada vez que mencionaba un teorema hacía una pequeña
pausa , esperando que alguien me preguntara de que iba. Pero nadie preguntaba,
con lo que cada vez me sentía más hundido, humillado, confundido, etc.
Hasta que decidí dar
un salto mortal sin red: me salté tres o cuatro paso y escribí en la pizarra
una fórmula que de ninguna manera podía deducirse de la anterior sin la
explicación adecuada. Pero solo dije “Y de aquí se deduce…”
A mi aseveración
siguió un expectante silencio, hasta que X me preguntó “¿Y eso por qué?”
“Por el teorema de
Vacheron-Potocki” contesté yo.
Nuevo silencio.
Hasta que X dijo
“Ah… por supuesto…”. Y pude continuar mi exposición.
Después de esto
nunca más me sentí hundido, ni humillado, ni confundido, ni etc. En una charla,
simposio, congreso, etc.
Porque no existe
ningún teorema de Vacheron-Potocki. Porque el único Vacheron que conozco es un
relojero suizo. Porque el Único Potocki que conozco es el autor de “El
manuscrito encontrado en Zaragoza”. Y sobre todo, porque X había dicho “Ah… por supuesto…”
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