sábado, 25 de octubre de 2014

Las siete palabras

Retiró los cascotes y los cristales rotos de la banqueta y del órgano electrónico, un Roland con inmejorables prestaciones, milagrosamente intacto y pulsó el interruptor de encendido. Pero la pequeña pantalla de control no se iluminó. La explosión, además de haber arrasado la ciudad, arrancando de cuajo paredes y tejados, la había dejado sin electricidad.

Pulsó una tecla, pero ningún sonido respondió.

Se sentó en la banqueta contemplando, más allá de las inexistentes paredes, las ruinas de su ciudad. Apenas un muro se mantenía en pie. Los árboles de las avenidas también habían sido arrancados de cuajo. Sus hojas, consumidas por el tremendo calor generado.

Él aún vivía porque vivía en el extrarradio y estaba en el sótano cuando todo ocurrió, pero ¿cuántas personas habrían muerto? Millones… ¿Quién podría perdonar a quienes habían hecho aquello?. Sabían perfectamente lo que hacían.

Extendió los dedos sobre el teclado y, con un golpe seco, tocó un mudo acorde lleno de disonancias. Levantó las manos y volvió a repetir el golpe una y otra vez, cada vez más rápido, desesperado.

Desde allí podía ver gran parte de la ciudad. ¿Volvería a ser alguna vez el paraíso que había sido? Él ciertamente no estaría allí si algún día volvían los jardines, las grandes avenidas, los bellos edificios.

Miró hacia donde había estado su parroquia. No había nada. Para siempre habían desaparecido sus blancos muros, su alta torre, sus coloridas vidrieras,… Dios había abandonado la Tierra.

Dejó que el mudo acorde sonara en su mente mientras observaba a las pocas personas que se movían como espectros por las calles cercanas: un hombre que lloraba arrodillado ante la que fue su casa; una mujer con la mirada perdida que sostenía entre sus brazos a su hijo muerto…

Se levantó y, entre los escombros, se dirigió a la cocina. Una viga había derribado y medio aplastado la nevera, pero de la puerta entreabierta pudo coger un botellín de cerveza intacto. Lo abrió dando un golpe en la viga con el borde de la chapa y bebió un sorbo. Estaba caliente, pero le calmó la sed. 

Volvió al órgano.

La mujer del niño muerto yacía extendida en medio de la calle. El niño había escapado de sus brazos y permanecía inmóvil, boca arriba, un metro más allá. Al hombre arrodillado no se le veía, quizás invisible tras los escombros de su casa.

Todo había concluido. Iba a morir. Lo sabía. La radiación estaba haciendo su mortífera labor. Pero no se rendiría. No moriría desesperado. Sabía que había un mejor más allá.

Sus manos se deslizaron por el teclado interpretando una melodía que, aunque no sonara, él podía oír.

La melodía fue adquiriendo intensidad, preparándose para el gran acorde final. Abrió los ojos y sonrió. Dios mío, pensó, en tus manos encomiendo mi espíritu.                       

lunes, 20 de octubre de 2014

Cambio de moneda

Hace unos días, al salir de casa, me llamó un hombre que estaba al volante de un coche rojo, aparcado en la puerta del garaje de la casa de enfrente.

- Perdone. ¿Hay algún Citibank por aquí cerca? - me preguntó el hombre, que imaginé sería un hispano de Estados Unidos.

- Pues no. Me parece que no hay ninguno por aquí.

- Es que quería cambiar unos dólares por pesetas.- me dijo enseñándome el fajo de dólares que llevaba en la billetera.

- Ya no funciona la peseta. En España ahora la moneda es el Euro.

- ¡Ah!... ¿Y sabe a cuanto está el cambio? 
 
- Pues, no sé... un dolar con veinte por euro, más o menos.

- ¿Y de qué  color son los euros?

La pregunta me desconcertó: ¿qué importa el color?

- ¿Puede enseñarme alguno? - insistió.

Saqué la billetera y le enseñé el único billete de veinte euros que llevaba. Él asintió, me dio las gracias y me marché.

Mientras me iba pensé: ¿Esto no me había ocurrido ya otra vez? ¿era un "dejà -vu"?... No. Seguro. Fue hace dos o tres años. Incluso el coche era rojo también la otra vez.

Pero... ¿puede pasar una cosa así dos veces? 

Por supuesto que no, a menos que...

Cuando él me preguntó si había cerca un Citibank, la respuesta que esperaba era seguramente que no, pero que era inútil que buscara uno porque era sábado y lo encontraría cerrado. Entonces se habría lamentado porque necesitaba cambiar dólares.

No se lamentó, pero me dijo que quería cambiar dólares por pesetas y me enseñó el fajo de billetes. Lo del fajo era para que yo me diera cuenta de que podía hacer un buen negocio. Lo de las pesetas, para que pensara que tenía un despiste monumental.

Supongo que la reacción mía, diciendo que ahora se usaban los euros, era la que esperaba y me preguntó a cuanto estaba el cambio. Si yo hubiera sido "listo" le habría dicho que a uno ochenta o a dos dólares por euro. Yo debía tener claro que él no tenía ni idea y que aquel fajo de dólares, seguramente falsos,  era para mí.

Como le dije una cifra que era aproximadamente correcta, me preguntó por el color de los euros y yo le enseñé mi billetera prácticamente vacía, con lo que debió llegar a la conclusión de que le iba a costar trabajo hacer negocio a costa mía.

Conclusión: si esto me ha pasado dos veces es que debo ser un poco despistado y tener cara de tonto.

domingo, 5 de octubre de 2014

Perdonar post mortem

¿Te ha pedido alguna vez perdón alguien que te haya ofendido? No me refiero a alguien con quien, por ejemplo, has tropezado y te dice "perdón", ni a algún amigo o familiar con quién has discutido y con el que, al cabo de tres días, estás charlando como  si no hubiera pasado nada.  Me refiero a alguien que te haya ofendido gravemente. O crea haberlo hecho.

A mí, sí.

Uno de los operadores del ordenador me dijo un día "Don Florentino, tengo que pedirle perdón."

"¿Por qué?", le pregunté sorprendido.

"He hablado mal de Usted  muchas veces."

¿Que habrá dicho?, pensé, ¿que soy un cabrón, un marica, un hijo de puta...?

"¿Y qué es lo que has ido contando?"

"Que no da Usted ni golpe."

Casi me da la risa floja, pero me contuve:  "Bueno, no te preocupes. Yo creo que trabajo bastante, pero la verdad es que me gusta aparentar que no hago nada, así que si a ti te lo ha parecido, en realidad la culpa es mía."

El hombre se marchó contento. Luego me dijeron que había tenido una crisis y estaba en tratamiento psiquiátrico. Lo de pedir perdón igual formaba parte de él.

En este caso no me sentí ofendido en absoluto, pero creo que si alguno de los que realmente me han ofendido me hubiera pedido perdón, le habría perdonado sin problema.  Pero como no lo han hecho, me hierve la sangre cuando recuerdo (afortunadamente con poca frecuencia) lo sucedido.

En el Padrenuestro pedimos a Dios que perdone nuestras ofensas "como también nosotros perdonamos a quien nos ofende", lo cual es perfectamente lógico porque ¿con que cara podemos pedirle a Él que nos perdone si nosotros no somos capaces de perdonar?

Así que me gustaría perdonar a todos los que me han ofendido. Pero no puedo evitar que a veces recuerde y me hierva la sangre. E incluso que a veces me procure pequeñas venganzas.

Alguno de mis ofensores ya ha muerto, y me pregunto (para ellos y para los que inevitablemente algún día morirán) ¿deseo que ardan para siempre en el infierno? Pues no. La verdad es que no. No deseo que ardan en el infierno. Espero que, cuando yo muera, Dios me perdone y me los encuentre en el cielo.

 ¿Deseo que me pidan perdón cuando los encuentre allí? Pues tampoco. Inmersos en la inmensidad del amor de Dios, espero que serán como amigos con los que alguna vez tuve una discusión sin importancia. 
 

A esto lo podríamos llamar "perdonar post mortem".  ¿Basta esto para que pueda rezar sinceramente el Padrenuestro?