Ver la entrada TETRAEDRÓN del 8 de Febrero de 2017.
jueves, 30 de octubre de 2014
sábado, 25 de octubre de 2014
Las siete palabras
Retiró los cascotes y los cristales rotos de la banqueta y del órgano
electrónico, un Roland con inmejorables prestaciones, milagrosamente intacto y
pulsó el interruptor de encendido. Pero la pequeña pantalla de control no se
iluminó. La explosión, además de haber arrasado la ciudad, arrancando de cuajo
paredes y tejados, la había dejado sin electricidad.
Pulsó una tecla, pero ningún sonido respondió.
Se sentó en la banqueta contemplando, más allá de las inexistentes
paredes, las ruinas de su ciudad. Apenas un muro se mantenía en pie. Los
árboles de las avenidas también habían sido arrancados de cuajo. Sus hojas,
consumidas por el tremendo calor generado.
Él aún vivía porque vivía en el extrarradio y estaba en el sótano
cuando todo ocurrió, pero ¿cuántas personas habrían muerto? Millones… ¿Quién
podría perdonar a quienes habían hecho aquello?. Sabían perfectamente lo que
hacían.
Extendió los dedos sobre el teclado y, con un golpe seco, tocó un mudo
acorde lleno de disonancias. Levantó las manos y volvió a repetir el golpe una
y otra vez, cada vez más rápido, desesperado.
Desde allí podía ver gran parte de la ciudad. ¿Volvería a ser alguna
vez el paraíso que había sido? Él ciertamente no estaría allí si algún día
volvían los jardines, las grandes avenidas, los bellos edificios.
Miró hacia donde había estado su parroquia. No había nada. Para
siempre habían desaparecido sus blancos muros, su alta torre, sus coloridas
vidrieras,… Dios había abandonado la Tierra.
Dejó que el mudo acorde sonara en su mente mientras observaba a las
pocas personas que se movían como espectros por las calles cercanas: un hombre
que lloraba arrodillado ante la que fue su casa; una mujer con la mirada
perdida que sostenía entre sus brazos a su hijo muerto…
Se levantó y, entre los escombros, se dirigió a la cocina. Una viga
había derribado y medio aplastado la nevera, pero de la puerta entreabierta
pudo coger un botellín de cerveza intacto. Lo abrió dando un golpe en la viga
con el borde de la chapa y bebió un sorbo. Estaba caliente, pero le calmó la
sed.
Volvió al órgano.
La mujer del niño muerto yacía extendida en medio de la calle. El niño
había escapado de sus brazos y permanecía inmóvil, boca arriba, un metro más
allá. Al hombre arrodillado no se le veía, quizás invisible tras los escombros
de su casa.
Todo había concluido. Iba a morir. Lo sabía. La radiación estaba
haciendo su mortífera labor. Pero no se rendiría. No moriría desesperado. Sabía
que había un mejor más allá.
Sus manos se deslizaron por el teclado interpretando una melodía que,
aunque no sonara, él podía oír.
lunes, 20 de octubre de 2014
Cambio de moneda
Hace unos días, al salir de casa,
me llamó un hombre que estaba al volante de un coche rojo, aparcado en la
puerta del garaje de la casa de enfrente.
- Perdone. ¿Hay algún Citibank
por aquí cerca? - me preguntó el hombre, que imaginé sería un hispano de
Estados Unidos.
- Pues no. Me parece que no hay
ninguno por aquí.
- Es que quería cambiar unos
dólares por pesetas.- me dijo enseñándome el fajo de dólares que llevaba en la
billetera.
- Ya no funciona la peseta. En
España ahora la moneda es el Euro.
- ¡Ah!... ¿Y sabe a cuanto está
el cambio?
- Pues, no sé... un dolar con
veinte por euro, más o menos.
- ¿Y de qué color son los euros?
La pregunta me desconcertó: ¿qué
importa el color?
- ¿Puede enseñarme alguno? -
insistió.
Saqué la billetera y le enseñé el
único billete de veinte euros que llevaba. Él asintió, me dio las gracias y me
marché.
Mientras me iba pensé: ¿Esto no
me había ocurrido ya otra vez? ¿era un "dejà -vu"?... No. Seguro. Fue
hace dos o tres años. Incluso el coche era rojo también la otra vez.
Pero... ¿puede pasar una cosa así
dos veces?
Por supuesto que no, a menos
que...
Cuando él me preguntó si había
cerca un Citibank, la respuesta que esperaba era seguramente que no, pero que
era inútil que buscara uno porque era sábado y lo encontraría cerrado. Entonces
se habría lamentado porque necesitaba cambiar dólares.
No se lamentó, pero me dijo que
quería cambiar dólares por pesetas y me enseñó el fajo de billetes. Lo del fajo
era para que yo me diera cuenta de que podía hacer un buen negocio. Lo de las
pesetas, para que pensara que tenía un despiste monumental.
Supongo que la reacción mía,
diciendo que ahora se usaban los euros, era la que esperaba y me preguntó a
cuanto estaba el cambio. Si yo hubiera sido "listo" le habría dicho
que a uno ochenta o a dos dólares por euro. Yo debía tener claro que él no
tenía ni idea y que aquel fajo de dólares, seguramente falsos, era para mí.
Como le dije una cifra que era
aproximadamente correcta, me preguntó por el color de los euros y yo le enseñé
mi billetera prácticamente vacía, con lo que debió llegar a la conclusión de
que le iba a costar trabajo hacer negocio a costa mía.
miércoles, 15 de octubre de 2014
viernes, 10 de octubre de 2014
domingo, 5 de octubre de 2014
Perdonar post mortem
¿Te ha pedido alguna vez perdón alguien que te haya
ofendido? No me refiero a alguien con quien, por ejemplo, has tropezado y te
dice "perdón", ni a algún amigo o familiar con quién has discutido y
con el que, al cabo de tres días, estás charlando como si no hubiera pasado nada. Me refiero a alguien que te haya ofendido
gravemente. O crea haberlo hecho.
A mí, sí.
Uno de los operadores del ordenador me dijo un día "Don
Florentino, tengo que pedirle perdón."
"¿Por qué?", le pregunté sorprendido.
"He hablado mal de Usted muchas veces."
¿Que habrá dicho?, pensé, ¿que soy un cabrón, un marica, un
hijo de puta...?
"¿Y qué es lo que has ido contando?"
"Que no da Usted ni golpe."
Casi me da la risa floja, pero me contuve: "Bueno, no te preocupes. Yo creo que
trabajo bastante, pero la verdad es que me gusta aparentar que no hago nada, así
que si a ti te lo ha parecido, en realidad la culpa es mía."
El hombre se marchó contento. Luego me dijeron que había
tenido una crisis y estaba en tratamiento psiquiátrico. Lo de pedir perdón
igual formaba parte de él.
En este caso no me sentí ofendido en absoluto, pero creo que
si alguno de los que realmente me han ofendido me hubiera pedido perdón, le
habría perdonado sin problema. Pero como
no lo han hecho, me hierve la sangre cuando recuerdo (afortunadamente con poca
frecuencia) lo sucedido.
En el Padrenuestro pedimos a Dios que perdone nuestras
ofensas "como también nosotros perdonamos a quien nos ofende", lo
cual es perfectamente lógico porque ¿con que cara podemos pedirle a Él que nos
perdone si nosotros no somos capaces de perdonar?
Así que me gustaría perdonar a todos los que me han
ofendido. Pero no puedo evitar que a veces recuerde y me hierva la sangre. E
incluso que a veces me procure pequeñas venganzas.
Alguno de mis ofensores ya ha muerto, y me pregunto (para
ellos y para los que inevitablemente algún día morirán) ¿deseo que ardan para
siempre en el infierno? Pues no. La verdad es que no. No deseo que ardan en el
infierno. Espero que, cuando yo muera, Dios me perdone y me los encuentre en el
cielo.
¿Deseo que me pidan
perdón cuando los encuentre allí? Pues tampoco. Inmersos en la inmensidad del
amor de Dios, espero que serán como amigos con los que alguna vez tuve una
discusión sin importancia.
A esto lo podríamos llamar "perdonar post mortem". ¿Basta esto para que pueda rezar sinceramente
el Padrenuestro?
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